Arbol, vida

 

La primera foto es una imagen parcial de una escultura realizada por un artista del pueblo makondo, tribu tanzana que en el corazón africano aporta una enorme creatividad en las tallas y esculturas en ébano con motivos basados en la Vida, el Amor, el Bien y el Mal y los orígenes del hombre.

Las incursiones de este pueblo en la narrativa arquetípica incorporan a la misma entre sus cuentos populares el de la historia del primer makondo, que fue concebido entre un hombre y la escultura de una mujer que cobró vida, así de realistas llegan a ser sus modelados, y así de similares llegan a ser las patrañas, habladurías y bulos que sobre el primer ser humano, y más específicamente sobre la primera mujer, circulan entre los pueblos.

La talla es del estilo Ujamaa, que en Swahili significa “familia”, y forma parte de los “árboles de la vida”, figuras talladas sobre un único bloque de ébano, extremadamente detallistas y complejas que representan un número indefinido de personas realizando acciones cotidianas, en algunos casos (no es el nuestro) amontonadas alrededor de un torso o cabeza más grande, normalmente la de una mujer, simbolizando la unidad y continuidad de la gran “familia”.

Al menos 20 rostros de otros tantos cuerpos se muestran con nitidez en esta vista de la escultura makondo, siendo mayoritariamente masculinos, si bien en la zona central, hacia la izquierda, un vestido ceñido de manga corta y a la altura de la rodilla da cuenta al menos de una enjuta fémina en la composición.

Arremolinados en torno a una torre cilíndrica imaginaria conformada por los propios representados, la disposición de los cuerpos y de los utensilios que portan, así como la inclinación de sus extremidades no obedece a un patrón geométrico definido, aunque todos los rostros dirigen su mirada hacia el exterior, de forma más o menos directa o tangencial, no apreciándose ninguno que mire hacia el interior de esa torre ilusoria, hacia el eje central o núcleo del cilindro de ébano que concita nuestra atención, de lo que colegimos que los figurantes se ofrecen al mundo, que proponen intercambio.

Los semblantes esculpidos arrojan un notable parecido entre sí, con el pelo corto y ensortijado, labios grandes y carnosos, mirada seria y cautelosa y unas napias prominentes, exageradas, que se diría que dan fe de una característica grupal, de un sentido olfativo hiperdesarrollado, o de una más que probable facilidad para respirar que augura continuados esfuerzos aeróbicos.

Los cuerpos no están agrupados en niveles distinguibles, ni en etapas escalonadas, ni en formaciones serpenteantes o helicoidales; tan sólo se distribuyen con elegante azar desordenado pero no caótico, ya que aparentan estar adheridos a una película transparente y cilíndrica, que se prolonga a lo largo de toda la escultura.

Da la sensación de que en cualquier momento los protagonistas del tronco van a deshacer esa peculiar formación, calificable de todo menos de hierática, ese ordenado desbarajuste con que se nos exhiben, y que se van a mover y a cobrar vida remedando el mito citado del pueblo makondo.

No faltan detalles eróticos en la talla, como los atributos viriles claramente reconocibles en la zona superior izquierda, o el supuesto cántaro en la zona central que semeja un orondo trasero, entre otras formas voluptuosas.

Por otro lado subyace un trasfondo integrador en la composición, en mayor o menor medida asociado quizás a todas las torres, que como construcciones humanas presuponen una organización y planificación, una comunicación fluida entre los laboriosos y afanados constructores y un incuestionable trabajo en equipo en pos de un objetivo común.

De entre estas conexiones con las torres a las que nos aboca nuestra escultura, podríamos comentar a vuela pluma la amalgama de lenguas y de pueblos que se acrisolaron en la bíblica Babel, con el desafío de los hombres a los dioses tras el castigo del diluvio y la desunión y diáspora subsecuentes al envite, aunque para esta ocasión prefiero un discurso que se centre en la composición escogida como metáfora del árbol de la vida.

Dicho árbol representa mucho más que un mero símbolo, lo podemos asimilar a un mitema o arquetipo presente en las mitologías del mundo, relacionado con el concepto de árbol sagrado, y vinculado con la metáfora del árbol filogenético de la descendencia en el sentido evolutivo acuñado por Darwin.

Tanto si se trata del denominado árbol del conocimiento, con raíces en el inframundo, en ese “más allá” tenebroso por desconocido, y conectado por su copa con el cielo, como del árbol de la vida, ése que nutre todas las formas de vida orgánica, y que representan conceptos tan caros al ser humano como la inmortalidad o la fertilidad, las distintas formas con que el árbol del mundo o árbol cósmico son retratadas en diversas religiones y filosofías y merecen nuestra curiosidad:

Así, en la mitología persa, Gaokerena, el árbol del mundo, es grande y sagrado, y porta todo tipo de semillas amén de contener el fruto de la inmortalidad. Ahriman (fuente de todos los males del mundo, contrapuesto y enfrentado a Ormuz, principio del bien, asimilable a nuestro Dios) creó una rana para invadir el árbol y destruirlo, con el objetivo de prevenir que crezcan todos los árboles en la Tierra. Como reacción, Ormuz creó dos peces kar que miraban fijamente al sapo y se mantienen vigilantes para guardar el árbol y el equilibrio de la vida.

En la mitología egipcia, la primera pareja de dioses, Isis y Osiris, que anteceden a Shu y Tefnut (aire/luz, cielo/humedad), se dice que surgieron del árbol de Saosis (una acacia) que los egipcios consideraban el “árbol de la vida”, refiriéndose a él como “el árbol en el que se encerraba la vida y la muerte”.

En el Bahaísmo, el concepto del árbol de la vida aparece en los escritos de la Fe bahá’í, donde puede hacer referencia a la Manifestación de Dios, en forma de un gran maestro que se le aparece a la humanidad de generación en generación, y se refiere a sus descendientes varones como ramas, siendo las hojas las mujeres.

La higuera Bo, según la tradición budista, es el árbol bajo el cual se sentó el Buda, cuando alcanzó la Iluminación (Bodhi). Según la tradición tibetana, cuando Buda fue al lago sagrado Manasorovar junto con 500 monjes, se llevó con él la energía de Prayaga Raj, en un lugar ahora conocido como Prayang. Luego, plantó la semilla de este árbol de higuera eterna en una montaña conocida como el “Palacio de la Medicina Budista”, cerca del monte Kailash.

En la mitología china, el Árbol de la Vida es representado por esculturas de un fénix y un dragón; el dragón representa a menudo la inmortalidad. Una historia taoísta habla de un árbol que produce un melocotón cada tres mil años. El que come el fruto recibe la inmortalidad.

En las fuentes hebreas, la expresión “Árbol de la vida”, se encuentra en el Libro de los Proverbios, asociado a la Sabiduría y a la calma. El misticismo judío muestra el Árbol de la vida en forma de diez nodos interconectados, como una parte importante de la Cábala. También se menciona en el Libro del Génesis, pero a menudo se considera un Árbol del Paraíso distinto del árbol del conocimiento del bien y del mal.

Según el Génesis, después de que Adán desobedeció a Dios al comer del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal, fue expulsado del jardín del Edén. Permaneciendo en el jardín, quedó el árbol de la vida. Para evitar el acceso del hombre a este árbol en el futuro, se colocaron querubines con una espada de fuego. (Al menos son más impresionantes como guardianes que los peces de los persas…)

En el momento del juicio final de Dios, según el Libro de Enoc, a todos aquellos cuyos nombres están en la fruta del Libro de la vida se les dará a comer del árbol de la vida.

En el cristianismo católico, el árbol de la vida representa el estado inmaculado de la humanidad libre de corrupción y de pecado original antes de su caída, mientras que en el cristianismo oriental el árbol de la vida es el amor de Dios.

En las tradiciones esotéricas del medievo, se identificó el árbol de la vida con el Elixir de la vida y con la Piedra filosofal.

El Banyan Tree Eterno del hinduismo está situado cerca de la confluencia de los ríos Ganges y Yamuna, en Allahabad, y se le atribuye una naturaleza eterna y divina; se dice que durante la destrucción cíclica de la creación, cuando toda la tierra fue envuelta por las aguas, dicho árbol no se vio afectado por la inundación.

En culturas como la maya, azteca, olmeca y otras de la América precolombina, los Arboles del mundo abundan en las manifestaciones artísticas y en las tradiciones mitológicas. Entre los mayas, el árbol central del mundo está representado por una ceiba y su tronco puede ser representado por un caimán en posición vertical, cuya piel evoca el tronco del árbol espinoso.

Dudo mucho que el artista makondo que eliminó del tocho de ébano los volúmenes adecuados de madera para dejar a la posteridad la obra de nuestra foto, se haya inspirado en alguna de las leyendas o mitos reseñados, más que nada por lejanía, por aislamiento cultural.

Tampoco parece factible que conozca acontecimientos más recientes en los que intervienen de forma recurrente los árboles de la vida, en numerosos videojuegos, por ejemplo, o en obras de arte como la que el artista austríaco Klimt retrató en su pintura de 3 mosaicos Stoclet Frieze, con su particular versión del árbol de la vida en uno de ellos (que nos acompaña en la segunda foto, como refuerzo y contrapunto), junto con una pareja abrazada y una mujer de pie en los otros dos mosaicos del tríptico.

Y aún resulta menos verosímil que nuestro cincelador conozca el guión, los intríngulis y referentes de la película Avatar, en la que los Na’vi viven en “hogar árbol”, el hogar espiritual y físico de la tribu; a más de 300 metros de altura, Hometree está conectado con el resto de la vida vegetal de Pandora a través de una red neuronal. Los nativos veneran el Árbol de las Almas que también está conectado al Arbol Madre (destruido por los malos) y a todos los demás seres vivos, encarnando los misterios de la vida y la trascendencia del espíritu.

Arbol, talla, vida, inframundo, espíritu, trascendencia, ramas, hojas, hombres, mujeres, fruto, sabiduría, torre, trabajo en equipo, compartir, ¡cuántos nexos, cuántas ligaduras se ramifican y quedan por descubrir y desbrozar en este curioso encuentro!.

Tras contemplar estas obras de arte comentadas e historiadas al gusto, con voluntariosos trazos negros a modo de letras intercalados entre franjas blancas impolutas, caemos en la cuenta, por un lado, de la reiterada tendencia de agradecimiento, reconocimiento e intriga del ser humano hacia el árbol como símbolo misterioso de un acontecer anterior a su existencia, al que incluso le atribuye ser garante, testigo mudo e incluso protector indefinido de la misma, con claves de eternidad.

Por otro lado, en el terreno de la percepción estética, captamos la extraordinaria sensibilidad de una obra obtenida a dentelladas de escoplo diestramente dirigido hasta conseguir una talla atemporal y un punto inquietante que nos impacta, que nos desconcierta, que nos atrae hacia ella y que nos aleja de nuestra zona de confort.