La quietud de la imagen transmite una vaga sensación de atemporalidad, uno de los numerosos y sutiles engaños que nos van a acompañar por ese paseo imaginario en el que se nos permite atravesar de una zona a otra el espacio que abarca y secuestra nuestra mirada.
Un espacio, un volumen, apenas rasgado y dividido con milimétrica precisión por la majestuosa y en ocasiones casi imperceptible tela de araña, protagonista silente de la presente historia.
La posición del sol con relación a nuestro punto de vista es tal que nos permite apreciar con nitidez esa malla sorprendente, esa maravilla de la ingeniería, ya que con otra orientación del astro rey podría quedar velada a nuestro sentido más preciado la visión de la estructura sedosa.
La vida fluye, amigos, a ambos lados de esta pegajosa malla divisoria que encuentra en el devenir del tiempo un sólido aliado, un seguro escudero para sus intrigas, mecida como está por las brisas de Eolo y a resguardo de ellas, e insensible como se muestra (a tenor de lo que de ella nos dicen los entomólogos) tanto a los embates de la lluvia como a la traidora corrosión del rocío.
La luz se filtra con parsimonia, el viento la atraviesa con delicadeza, las plantas son testigos y a la par soportes de esta tela cimbreante, de este árbitro implacable, de este portero de discoteca, de este interruptor de vida que decide la suerte de sus visitantes, convertidos en jugadores forzosos de un juego fúnebre al contacto con la tela ponzoñosa.
La llamativa red serpentea sus vistosas y atrayentes ramificaciones en torno a un fatídico centro, a un agujero negro que traga vida y la transforma, a un sumidero por donde imaginamos que la araña proyectista que está al cargo engulle y hace desaparecer a los delanteros más osados que juegan estos partidos.
La vida bulle, amigos, a ambos lados de esa geometría de nudos y reflejos y, en lo que nos atañe al imaginar escenarios relacionados con la foto, se compendia o sintetiza en seres voladores que o bien ignoran o bien asumen sus riesgos adentrándose con sus aleteos por los dominios de la red, próximos a la zona cero de la futura catástrofe.
Ya sea que compendiemos la escena en un gran aro, por el que tarde o temprano pasaremos, en esa función circense y trágica a la que se nos convoca indefectiblemente, ya sea que nos quedemos de la imagen con los barrotes, como símbolo de un impedimento, de una cárcel sin paredes pero igual de efectiva al privar de la libertad y finalmente de la vida, todo intento de síntesis de la foto estará sesgado por la fatalidad, por la atracción fatal hacia ese aro, hacia esas cadenas.
La escena y sus entresijos son una macabra metáfora de la sobria función de la gran araña, del amo absoluto, que con parsimonia y desdén, con solitario actuar va tejiendo su foulard de seda a medida, calculando nuestro tamaño y proporciones, anticipándose a nuestra valía, despreciando nuestros méritos, intereses, cualidades, riquezas y condecoraciones, hilvanando una tragedia de colosales proporciones en la que cada uno de nosotros acabamos siendo meros insectos que danzan con la muerte en la pista de baile de la tela de araña, en la casa de quien no se nombra.
La vida ha dado vida a la araña, ha engendrado a esta singular guadaña, que está resuelta a cumplir con su peculiar contrato, un acuerdo sellado con el cosmos por el que le está permitido cobrarse víctimas sin descanso, y llamar tarde o temprano a todas y cada una de las criaturas a deambular por sus dominios.
Unas veces se tratará de jóvenes en incipiente despertar, en la flor de la vida, y como si por un fatal error estas víctimas se hubiesen acercado demasiado, el hecho en sí, mejor dicho, su resultado, acabar aplastado e inmóvil en el muro invisible, se tornará incomprensible, quizás desgarrador para muchos; otras veces, los incautos lo serán en plena madurez del sujeto atribulado y confuso; las más de las veces, mucho me temo, todo sucederá con inoportuna brusquedad, a destiempo, como quien dice.
La parca guadaña despliega para todos su nasa de recolecta apenas perceptible; no muestra sus intenciones, oculta el cruel veneno paralizante, disimula la trampa de seda, la adorna con hermosas labores de ganchillo, y con todo ello trastoca nuestra percepción, confunde nuestro sensato criterio, por muy precavido y cauto que sea de suyo:
– Primero nos ofrece en seductora pose sus nudos armoniosos, su delicada y frágil arpillera, su elegante composición, en plan mosaico transparente, es un decir, tan bella e inocente que en modo alguno despierta sospechas, ni levanta suspicacias, en todo caso más bien lo que consigue es embelesarnos con su obra.
Se diría que nuestra efímera vida convive con un estor de invierno eterno sito muy cerca, aunque hacemos caso omiso de él y de sus peligros, fascinados como estamos por la belleza del paisaje, confiados en su bucólica apariencia, ignorantes y soberbios como aparentamos ser con esa infortunada convicción de que nuestros días pueden extenderse sin restricciones.
– Después se retira de la escena, esta pérfida matahari esconde su perfil de implacable asesina, y se abandona con paciencia a que el azar, en sus frecuentes sorteos diarios, favorezca ese encuentro inesperado e impensable para el inocente turista. Un encuentro, por otro lado, que se verá salpicado de pegamento indestructible, e impregnado de hedor a muerte.
– Por último, alertada por los cambios de tensión en sus propios hilos, cuando éstos ya soportan un peso que se antoja abrumado por el abrazo, temeroso y agitado ante su privación de libertad, angustiado por negros presagios, aparece en escena radiante y poderosa la auténtica diva de la función, avanzando hacia su invitado con paso firme sobre unos cables transformados en cadenas para la presa, saboreando su momento, el de esa prima donna oculta en esta imagen y en la imagen metafórica a la que remeda, la esperada, la innombrable, la que no duerme, la que todo lo iguala entre los seres humanos, la trituradora de sueños, el depredador estelar, el amo final tras el que cae el telón.
Ya sea con un fondo en tonos ocres, verdes o lavanda (¡será por colores disponibles!) o que cambiemos el argumento, los actores, o hasta la propia escena, lo cierto es que este tipo de imágenes (y ya me habréis seguido en la idea de que cualquier otra) perdurarán un tiempo limitado en nuestras retinas, más o menos hasta que otros ojos más abyectos hambrientos de escabechina y de cercenar homeostasis se nos aproximen a cobrar su botín, a recoger la cosecha.
Algunos dicen que en el epílogo de estas tragedias que repiten invariablemente su formato la parca muestra un cierto respeto por algunas de sus víctimas, y las envuelve cuidadosa y pulcramente con su seda, obsequiándoles en última instancia con una mortaja imprevista, como casi todo en estas historias de final incierto, cuyo brillo resalta y llama la atención desde lejos, quizás como un desafiante aviso a navegantes, como una sádica puesta en escena, o tal vez como una mera impertinencia.