Al retortero con la independencia

Los acontecimientos históricos, convulsos y tristes que estamos viviendo con la cuestión catalana han rescatado de mi memoria algunos hechos que viví en primera persona y que salvadas las distancias en tiempo y en forma podrían aportar elementos de reflexión, actuar como metáforas sutiles, a semejanza de un relato zen.

Tendría yo 15 o 16 años cuando una mañana de agosto decidí por fin subir en excursión, en solitario, a la ermita de Morillo.

Veraneaba con mi familia desde hacía unos años en el pintoresco pueblo de Broto, en pleno pirineo oscense, antesala del Parque Nacional de Ordesa y cabecera del valle que lleva su nombre.

Es notorio que los distintos paisajes que desde el pueblo se contemplan son un regalo para la vista y suelen conmover al observador.

Una de esas gratificantes escenas, sobre todo a partir del mediodía, cuando se está sentado en alguna terraza tomando el aperitivo o un café con los amigos es la de contemplar la montaña puntiaguda que se yergue junto al pueblo, la más próxima de todas ellas, y divisar la silueta recortada en el perfil del monte de una ermita allá en lo alto, cercana a la cumbre. No es la imagen más divulgada en los reclamos turísticos, ni la fotografía más impresionante que puede tomarse por los alrededores, pero forma parte de la idiosincrasia del valle.

Los lugareños nos habían comentado en años anteriores la tradición según la cual el primero de mayo subían en romería desde la iglesia del pueblo a festejar la festividad de la Virgen de Murillo por un camino mayoritariamente de mulas que rodeando el monte lleva hasta la ermita.

La tradición sugiere que en la romería se elevarían plegarias relacionadas con el bienestar del ganado, fuente de sustento y riqueza en aquellas tierras hasta la eclosión del turismo, aunque a mi parecer, aquél edificio de planta rectangular, austero, amplio y elevado, muy semejante a las bordas para ganado, tan alejado del pueblo y de cualquier camino civilizado no podía sino utilizarse en caso de apuro para dar cobijo y protección a las ovejas, no tanto en el sentido cristiano, que también, según atestiguan las romerías, sino en el sentido literal.

Pero nos estamos desviando del cauce del relato.

La ermita se encuentra próxima a la cima, la punta del Mallo, por lo que es razonable, al contemplarla desde el pueblo, tener la fantasía de alcanzarlas a ambas, de visitar la ermita y coronar la cima.

Esto es lo que me sucedió, acostumbrado como estaba a realizar excursiones por la zona, y a disfrutarlas sobremanera, unas veces en solitario, otras acompañado.

La ermita y el monte permanecían hasta el momento en el debe de las conquistas, de los descubrimientos, de los temas pendientes de mi corta agenda y la curiosidad se abrió finalmente camino y se hizo fuerte aquel día de agosto.

El empeño no me pareció ni difícil, ni arriesgado. Tan solo había escuchado alguna advertencia sobre lo fácil que podía resultar perderse en un camino con numerosas bifurcaciones, sin contar con el hecho de que se podía subir por dos vías diferentes, que confluían a mitad del trayecto. Manejaba como dato de referencia un tiempo de unas dos horas para subir y algo menos para regresar, con lo que a la hora de comer debería estar de vuelta de sobra.

En un día despejado como aquél, el pueblo y el valle quedarían continuamente a la vista (la fotografía adjunta está tomada desde la cumbre), por lo que el desconocimiento del terreno en la ascensión se vería compensado por referencias indirectas y vías de escape alternativas, siempre pendiente abajo.

En aquella época se me daba bien caminar por la montaña, me creía curtido y experimentado por distintas excursiones, habiendo hollado cumbres muy elevadas, poseía un notable sentido de la orientación, un excelente fondo físico y, sobre todo, exhibía una exultante juventud.

No sé bien por qué motivos la mocedad tiende a reducir y ridiculizar riesgos, a insensibilizar al oído frente a advertencias, a disfrutar encarcelando a la prudencia y a alimentar un punto de osadía.

Y así es que comencé mi propia romería, que salí al encuentro de un viaje por la montaña con un doble objetivo: llegar a la ermita y a la cima.

Los primeros minutos transité junto a diversos campos de hierba segada, dispuestos en ordenados y eficientes bancales, ribeteados con preciosas flores silvestres, y visitados por numerosos insectos y pájaros. Algunas escorrentías y acequias de riego ponían el contraste a un día soleado y seco.

El recorrido estaba siendo bucólico, agradable, pleno de matices de una naturaleza exhuberante.

Enseguida el camino se empinó considerablemente, y los campos dieron paso al bosque cerrado de pinos cortos que se alternaba con algunos claros de matorral, con boj, enebros y quejigos reconocibles.

Habiendo ascendido un buen rato, el camino atravesó una barranquera seca de pronunciada pendiente repleta de guijarros grandes y cortantes, muy incómodos para avanzar. Una vez en el bosque de nuevo, el camino se dio bruscamente la vuelta y regresó a la despeñadera, para atravesarla de nuevo en una suerte de zig-zag ascendente que tenía el barranco como centro de atracción, al que se volvía una y otra vez tras subir y bajar por las zonas del bosque próximas a la torrentera.

En ese momento, a modo de iluminación, tuve claro cómo proceder: treparía directamente barranco arriba, agarrándome a las piedras, fiándome de mi destreza, y con ello ganaría mucho tiempo, evitando seguir el serpenteante camino y las consiguientes pérdidas de eficiencia en la subida debidas a la complicada orografía del bosque.

Dicho y hecho, allí me encontré realizando ese esfuerzo extra, pero satisfecho conmigo mismo por esa muestra de astucia e inteligencia que me iba a permitir acortar el tiempo de la excursión.

El caso es que en unos minutos había ascendido muchos metros, y casi puedo decir que me encontraba preso de la excitación o quizás de la adrenalina, tanto por la inesperada escalada, como por lo bien que estaba resultando mi cambio de planes para atajar. En estas andaba, trepando casi en vertical, ensimismado, cuando dirigí mi mano derecha para sujetar lo que parecía a simple vista una gran roca sin esquinas, con intención de impulsarme en ella, y de repente la roca parpadeó y me mostró dos inmensos y tristes ojos a escasos centímetros de los míos, el corazón me dio un vuelco, y quedé paralizado.

No llegué a tocarlo, por milímetros, o estaba tan asustado que no lo recuerdo, si fue él quien me tocó, pero el susto fue mayúsculo y mayúsculas fueron la confusión y la sorpresa. Era un sapo, un enorme sapo del tamaño de un melón, camuflado y mimetizado entre las rocas.

Hoy en día supongo que aquel sapo estaba tan asustado como yo, poco o nada acostumbrado a soportar de cerca la presencia de un humano con idiocia, aunque es de agradecer que su flema contribuyó a que la escena no derivase en abierta confrontación, ya que permaneció inmóvil, muy atento, con su mirada de búho, mientras yo me retiraba con cautela.

Apenas repuesto del susto, continué subiendo, y al terminar la gravera me encontré sin referencias, sin camino, sin ideas, con matorrales infranqueables cuesta arriba, y sin visual de la ermita, ya que el bosque cerrado impedía orientarse.

Llegado a este punto solo podía volver sobre mis pasos, desandar la subida por la barranquera y cruzar los dedos para reconocer en su zona baja alguno de los cruces del camino original, para retomar la senda comme il faut.

Cuando lo encontré, las fuerzas me flaqueaban, pero, sobre todo, las dudas sobre la empresa en sí, sobre la propia aventura, acabaron por hacerme desistir, por asumir este pequeño o gran fracaso, según el estado emocional del cronista que coloree, y regresé al pueblo, a los cuarteles de verano, a la espera de idus más propicios.

Días después (un intento fallido es un acicate) reemprendí la particular Odisea a la punta del Mallo, esta vez con una mayor firmeza en mantenerme a toda costa en el camino y resistir cantos de sirena o cantos rodados por el mismo.

No subí del todo solo. Me acompañaban las imágenes del sapo, una suerte de martilleo, que se entremezclaba con la reflexión sobre lo irónico de un viaje improvisado con la brusca aparición de un símbolo de inteligencia, de serenidad y de apertura para aceptar cambios y transformaciones espirituales.

¿Me estaría sugiriendo la aceptación de estos cambios como positivos y necesarios, emitiendo una discreta llamada a renovarme interiormente?.

¿A qué tipo de metamorfosis personal me estaría convocando ese tótem de la regeneración?.

Finalmente arribé a la ermita. Estaba cerrada, tal y como habían dicho. Escasa vegetación, mucha soledad. La rodeé, disfruté de las vistas hacia el valle, y me dispuse a buscar la fuente de agua que según los del pueblo “estaba muy cerca”.

Ya se sabe que los conceptos de distancia entre dos puntos y el de la duración de un recorrido son muy “subjetivos” para la gente montañesa, siendo la exactitud del dato que aportan inversamente proporcional a las ganas que tienen de que te pierdas en el intento y no vuelvas por la zona.

Lo cierto es que casi anduve más tiempo buscando el dichoso y afamado manantial, que subiendo a la ermita, tan testarudos llegamos a ser cuando nos pican el amor propio, y en ese preciado tiempo deambulando por los alrededores, alejándome con imprudencia, llegué a tener la sensación de haber sido engañado cual Orellana en búsqueda del Dorado, salvando las distancias.

Al menos subí al pico; preciosas las vistas, incomparables, dignas de una excursión con mayúsculas.

Una vez en la cumbre, y tras admirar el paisaje cotas abajo, mi cuerpo se situó mirando a la cumbre más cercana, que estaría unos 200 metros más elevada que mi posición, y como a un kilómetro en línea recta, y detrás de aquella se advertía otra mucho más elevada y lejana, y por último una tercera, distante, majestuosa, a la que con honestidad no podría haber llegado con mis fuerzas en ningún caso. Por detrás se divisaban varias moles cubiertas de harina.

Todas estas crestas formaban una cordillera alineada en la que mi punto de vista, la atalaya a la que yo había conseguido llegar después de tanto esfuerzo y rico anecdotario, ese enclave conquistado que había constituido por un tiempo mi objetivo, mi finalidad exploratoria, no era más que un primer peldaño de una gigantesca escalera de la naturaleza.

Asentada allí con desprecio hacia los que no la ven, y de la que desde la ignorancia, desde los miradores del pueblo, no se atisba ni la profundidad, ni la magnitud, ni el influjo que es capaz de ejercer esa formación en dientes de sierra en nuestras emociones, tan insignificantes como resultamos ante su majestuoso despliegue.

¡Qué lección en pocos minutos! Yo creía que había llegado a mi destino, que había alcanzado la meta, y constaté en un abrir y cerrar de ojos, con una imagen repleta de verde, roca y azul, que no había hecho más que empezar, que la meta previa era insignificante en el contexto,  que faltaba un trecho enorme por recorrer, por descubrir.

Bajé en silencio, a paso alegre, sin un solo descanso. Concentrado y algo cabizbajo. Apenas me interesé ni por la brisa, ni por el tiempo, ni por los animales con los que me cruzaba.

En el pueblo la panadería seguía echando humo por la chimenea. Nadie me preguntó por la ermita. No recuerdo haber comido, o hacerlo sin apetito. Ignoro quién retiene la llave de ese recinto allá en lo alto, y si existe todavía algún príncipe a la espera de ser rescatado y transformado.

 

Antonio Crucelaegui  octubre-17