El extraño caso de las tres muertes

Todo comenzó a desestabilizarse una tarde de julio, en la sala de autopsias del Servicio de Anatomía Patológica del Hospital Ramón y Cajal, en un Madrid agobiado por la canícula.

El doctor Arana, responsable de las autopsias del Hospital procedía a examinar el cuerpo sin vida de un varón de unos 40 años, de complexión robusta, normotipo,  bien nutrido, que yacía situado en decúbito supino sobre una reluciente mesa de acero inoxidable de 2,20x1m, una auténtica joya del sistema de análisis forense, tanto por sus dimensiones como por el equipamiento auxiliar que le acompañaba.

Poco se sabía de aquél finado, entregado sin remedio a la rigidez cadavérica salvo que fue encontrado de casualidad por el portero de la finca al entrar con el duplicado de la llave del piso para una inspección de la caldera de calefacción, en una casa de un barrio acomodado del noroeste de la capital.

Un primer cálculo por temperatura, permitió al médico que acudió al piso estimar que llevaba una semana descomponiéndose en el salón sobre un kilim desgastado de tonos rojizos y arabescos geométricos.

La policía mantenía el caso bajo investigación, ya que al parecer el sujeto carecía de identificación, nadie estaba empadronado en el domicilio en que se le encontró, los propietarios del inmueble aseguraron al ser interrogados que en la vivienda (que ellos supieran) no habitaba nadie desde hacía años, y hasta la fecha ningún pariente lejano había reclamado el cadáver ni persona alguna se había interesado por el mismo pese a los repetidos avisos en los servicios radiofónicos.

Las primeras suposiciones apuntaban a que se trataría de un okupa, un sin techo que habría conseguido el acceso a la vivienda, un inmigrante, quizás, o incluso un miembro del hampa nacional o internacional bien parapetado en un escondite ideal para pasar desapercibido.

Las placas dentales, una de las primeras pruebas que se le realizaron al ser trasladado al Depósito, no aportaron gran cosa, al no coincidir con los registros de las bases de datos disponibles en la región. Tampoco dio resultado el reconocimiento facial post mortem. En resumen: poca historia, muchos interrogantes.

El doctor Arana se había granjeado una fama de profesional concienzudo y resolutivo.

Solía anotar con precisión los datos de los análisis y observaciones, siguiendo con meticulosidad diversos protocolos, según el caso, en los que no cabía la más nimia improvisación.

Si los muertos siguen hablando tras el deceso, según la tradición de los forenses, un lenguaje silente, un lenguaje de signos, pistas, significantes y concatenaciones, un lenguaje circunscrito por la lógica, Arana se trataba sin duda de un cualificado traductor para entender los mensajes.

Desde que siendo muy joven decidió adentrarse en el mundo de la medicina forense, Arana fantaseaba con practicar la autopsia a un payaso, o a un cómico de renombre.

Deseaba comprobar su peculiar suposición de que un personaje tal se retrataría en la mesa de autopsias con alguna sinfonía de ventosidades, o moviendo de repente los dedos en señal de victoria, o incluso tocándole el culo por sorpresa, mientras él manejaba el escalpelo, gamberradas todas ellas que creía propias de alguien que se ríe en vida de su vida, y consecuentemente se ríe en la muerte de su muerte.

Después de todo, se decía, ¿acaso no somos un ente que fluye sin permanencia, un cuerpo en continua transformación, pero que va atesorando cualidades, formas de ser, vicios, virtudes y manías, que son las que curiosamente permanecen como impronta, como sello y mejor firma de lo que somos, de lo que nos identifica frente a terceros, mucho más que los rasgos físicos, incluso más allá de la muerte?.

Gustaba reconocerse asímismo como “gestor de ausencias prolongadas”, o como “comunicador de masas inertes”, o como “investigador del propio futuro con simulaciones reales”, y alguna vez hasta llegó a imprimir tarjetas de presentación autoproclamándose “sabueso de la deconstrucción” y “notario mayor de la parca”, no se sabe si por jactancia, por inquietud, por acompañarle un espíritu rebelde e inconformista, o simplemente por aburrimiento.

¡Se pasan tantas horas en esa fría sala sin escuchar otro ruido que el zumbido de los aparatos eléctricos y los analizadores, el chirrido de las sierras dentadas sobre las osamentas y los jadeos casi imperceptibles de uno mismo concentrado en el trabajo…!!!

Lo cierto es que muy pocos allegados conocían que detrás de sus facetas transgresoras y de su afán de superación, acechaba una secreta ambición, desarrollar una técnica para realizar autopsias psíquicas y establecer mapas de comportamiento mental, algo así como radiografías del ánima,  del espíritu, del intelecto, del yo freudiano, en definitiva, de una parte de esa verdad profunda que reside en cada ser humano a fuera parte de su envoltorio corporal.

Una tarea titánica y quizás descabellada, sin duda, que hubiese acometido en todo caso plagada de dificultades, de profundos desconocimientos y lagunas, y de una pertinaz oposición, !cómo no! de los poderes fácticos del estamento de los vivos, que, !huelga decirlo!  no dudarían en extender su influencia y su rodillo castrador para perpetuar el actual status en relación a los muertos y al trato que se les dispensa.

Martes

El primer contacto con el paciente inmóvil aportó suficientes datos para aventurar como causa más probable del fallecimiento un problema cardiovascular, y en concreto una muerte súbita originada por Miocardiopatía hipertrófica, afección en la que se engrosan las paredes del músculo cardíaco, alterando el sistema eléctrico del corazón y provocando latidos rápidos o irregulares (arritmias), que devienen en un ataque masivo.

Para soportar esta impresión, Arana efectuó un chequeo rutinario, externo y completo del cadáver, fue excluyendo una a una las distintas causas no cardíacas de muerte súbita, continuó con un análisis macroscópico del corazón, siguió con la inspección de la cavidad pericárdica, de la aurícula derecha y de la aorta, de las arterias coronarias, procedió a un exámen histológico del miocardio, y preparó las distintas muestras de fluidos y tejidos para análisis toxicológico y pruebas de patología molecular a realizar en el Laboratorio.

Mientras procedía al  exámen detallado de vísceras y tejidos, y separaba contenido gástrico para análisis, ya tenía formada una opinión clara sobre los sucesos de naturaleza vascular que provocaron el fallecimiento repentino de aquél hombre; al finalizar la toma de datos redactó las conclusiones, registró en el sistema su informe, y abandonó la sala de autopsias con la sensación gratificante del deber cumplido, no sin antes guardar en la Cámara refrigerada el cuerpo hediondo.

Miércoles

Lo que pretendía ser un trámite de rutina, a saber, un último repaso visual al cadáver, dando tiempo a los resultados del Laboratorio, se trocó en fuente de desasosiego y estupor para el forense,  cuando éste, al sacar de nuevo el cuerpo de la Cámara, lo giró,  y contempló en la espalda del mismo y en la zona lumbar, unas extensas e inequívocas señales de severos edemas y contusiones postraumáticos.

Aún no repuesto por completo de la sorpresa, repasó de memoria los principales rasgos morfológicos del occiso y los punteó en sus anotaciones previas: piel morena, uno noventa de estatura, pelo corto, cejas pobladas, nariz recta, mentón pronunciado, ¡era él, sin duda! ¡El mismo que examinó el día anterior, sin el menor síntoma de contusiones o traumatismos!.

Agil y resuelto tendió al sujeto sobre el acero esta vez en decúbito prono, boca abajo, y se apresuró a sajar la espalda por la zona de la columna, separando las masas musculares tumefactas a ambos lados y dejando al descubierto varias vértebras claramente fraccionadas y la L4 desplazada de su alineación seccionando claramente la médula.

El consiguiente chequeo de las costillas en la espalda no solo confirmó sus sospechas (3 roturas limpias, 2 astilladas con perforación al pulmón) sino que aumentó sus pulsaciones, dilató sus pupilas aún más si cabe y provocó que le invadiese un repentino sudor frío.

Durante casi una hora repitió con ansiedad contenida las principales pruebas del día anterior, aquéllas que ratificaron la dolencia cardiovascular. Los indicios permanecían inalterables, la dolencia seguía siendo plausible.

Pero el motivo de la muerte ya no lo tenía tan claro. Un nuevo factor se había incorporado en la escena, de un día para otro, sin razón aparente, sin explicación inteligible.

Hoy miércoles la observación le advertía de un politraumatismo severo, con tumefacciones, edemas y roturas con al menos una semana de antigüedad a tenor de la coloración de los mismos (con lo que no se podían haber producido con posterioridad a su primer análisis). Un dato significativo, ese politraumatismo, devastador, que no fue percibido el martes, ¡ni siquiera mínimamente!.

Un dato que comenzaba a ser muy inquietante, y a golpear en su cerebro con una fuerza similar a la que debió recibir el finado en el impacto que le destrozó la espalda, la columna y los riñones… Un impacto que por sí solo le hubiese causado la muerte inmediata.

El doctor llamó inmediatamente al inspector encargado del caso. Le rogó que se personase en la Sala de autopsias, sin darle más explicaciones. Le pidió que acudiese sin compañía. El inspector Romero llegó enseguida, ajeno por completo a lo que allí estaba ocurriendo.

Al principio escuchó con mucha seriedad el relato resumido del doctor, pero conforme se espesaba la historia se le escaparon varios rictus de sorna, y le dio por pensar que Arana se habría pasado con las copas; no pensó en serio que le estarían gastando una broma, tan solo tuvo un flash rápidamente desechado, y en esas cavilaciones se encontraba cuando el doctor le puso las grabaciones de la autopsia del día anterior y las del día de hoy, y le mostró en la pantalla del ordenador las numerosas fotografías tomadas en color y alta resolución en ambos procesos de autopsia.

Lo que ambos hombres constataban en los testimonios gráficos no nos habla solo de un simple desconcierto, les estaba aterrando cada vez más, y cabizbajos se deslizaron en el silencio durante unos minutos.

Romero buscó instintivamente una silla, algo para sentarse y encajar mejor el golpe.

– ¡Necesito un trago!,  le dijo al doctor.

– ¡Y yo un Tranxilium!, le replicó éste.

– Solo puedo ofrecerle una cerveza de la nevera que compartimos en el Laboratorio…

Los dos testigos estuvieron muy ocupados con su cerebro construyendo y deshaciendo, armando y desechando, cada uno en el ámbito que le era más próximo, todo tipo de suposiciones buscando arrojar algo de luz al embrollo en el que se encontraban.

Arana reflexionó que dar publicidad a un hecho tal supondría poco menos que convertirse en el hazmerreir de la Especialidad forense.

Tan solo le venía a la mente un hecho insólito acaecido en los años cincuenta, en los alrededores de Londres, reseñado por Stanislaw Lem en su memorable escrito “La investigación”.

Aquellos sucesos conmocionaron a la comunidad científica y pusieron patas arriba axiomas considerados inmutables durante generaciones. Se tuvo noticia de que algunos cadáveres recientes desaparecían de mortuorios y cementerios rurales cercanos a la capital londinense.

En el transcurso de la investigación los cuerpos parecían estar siendo sustraídos por un maníaco; pero más adelante, a partir de las deducciones del biólogo y estadístico Sciss, tomó fuerza la idea de que las desapariciones y la tasa de cáncer estaban correlacionadas, y la distribución de los hechos se correspondía con gran precisión con un patrón geométrico.

Arana cavilaba sobre estos asuntos, en los que bajo la trama aparente se plantean cuestiones epistémologicas como por ejemplo:

– ¿Cuál es el cometido de la investigación científica?

– ¿En qué contribuye a ese objetivo que haya o que se aporten explicaciones competentes?

– ¿Están las observaciones sobre los hechos compuestas por características que son más bien atribuibles al ente que observa que al observado?.

Romero, más pragmático y menos preocupado por su imagen, se afanaba en anotar en su libreta líneas de acción, trazaba grafos a mano alzada con alternativas a considerar, y había puesto en marcha automatismos de detective deduciendo que alguien tenía que haber transportado el cadáver después del “accidente” hasta el piso en que fue encontrado. Sin levantar la cabeza ni desviar los ojos que enfocaban a su libreta preguntó:

– “¿Su impresión, entonces, doctor, es que la muerte fue provocada por un traumatismo severo en el que se le rompieron varias vértebras y costillas?

– ¿Un choque a gran velocidad, quizás, contra una furgoneta o un camión, lo digo por la altura alcanzada en los impactos en los huesos?

– ¿O bien cayó de espaldas desde una altura considerable contra un material duro y compacto?

(Esta última hipótesis no encajaba mucho con la ausencia de daños en el cráneo o síntomas de un cuello desnucado).

El doctor asintió a regañadientes y ambos acordaron darse unas horas para rebajar la tensión y el desconcierto, y quedar al día siguiente en la Sala, más frescos y descansados, volviendo a introducir el cadáver en la Cámara.

 

Jueves

El inspector y el forense llegaron casi a la vez a la Sala de autopsias, a primera hora, rehenes ambos de sus propios monólogos y cavilaciones.

Arana descubrió la sábana blanca de lino que cubría el cadáver, y con ello afloraron torso, cara y extremidades con evidentes síntomas de descomposición.

El inspector acortó los preámbulos y cortesías con el forense mientras éste comenzaba uno de sus rituales de comprobación, le aclaró que no había informado de nada de lo acontecido en la morgue por el momento, y se interesó por conocer de primera mano hasta qué punto era cierto el rumor que había escuchado de que cada cadáver tiene su propia firma microbiológica (bacterias y microbios intestinales, masas larvales, etc) y en qué medida esta firma es susceptible de cambiar con el tiempo dependiendo de las condiciones precisas del lugar de la muerte.

Todo ello, según explicó, con vistas a relacionar el cuerpo de la víctima de lo que parecía un asesinato con una localización geográfica, o incluso para estrechar aún más –una finca en un área concreta- la zona donde buscar pistas para esclarecer el asesinato.

– “La detección en un cadáver de secuencias de ADN específicas de un organismo particular o de un tipo de suelo podría ayudar a los investigadores, en efecto”, confirmó el doctor, y confesó que hasta el momento no había considerado procedente iniciar el protocolo para dichas pruebas, bloqueado como quedó el miércoles con el descubrimiento de indicios y datos contradictorios en su esencia y en su faceta temporal con los encontradas el martes, pero que hoy mismo se pondría a ello.

– Si le parece bien, continuó, sugiero realizar una tercera inspección al occiso, que aporte unos datos que serán registrados y grabados nuevamente y a los que otorgaremos la credibilidad que podamos inferir de su propia verosimilitud (Arana intentaba por todos los medios no quedarse pillado, y escogía cuidadosamente su discurso para no comprometerse en conclusiones que ahora mismo se le antojaban perversas, amén de disparatadas).

Así lo hizo. Como pistas significativas, en contraste con las observaciones del miércoles, apreció síntomas de parálisis directa de los músculos diafragmáticos, en especial del propio diafragma y una relajación de la musculatura lisa bronquial no presente el día anterior, en el que más bien se apreciaba lo contrario, junto con los aspectos traumáticos.

Los niveles de secreción gástrica, normales en las dos tomas anteriores, habían descendido considerablemente, apreció hipersalivación e hiperglucemia, esta última con una extracción simple con lanceta y tras comprobación en el glucómetro.

Pero lo que le mosqueó sobremanera fue la dilatación de la pupila de ambos ojos (midriasis).

Un forense al uso habría quedado por igual sorprendido por esta discrepancia (tanto como por las otras),  pero no estamos hablando de un forense corriente.

Sobre él gravitaban en estos momentos cientos de autopsias, cientos de libros y artículos técnicos devorados, y ese “don”, esa mal llamada intuición que en realidad es pariente de la sabiduría que se aproxima al encuentro del aprendiz experto, del buscador de verdades, le habló con toda la claridad con la que hablarían las mesas de ruleta una vez que la bola cansada de girar se acomoda en la casilla… y ató cabos.

En ese momento el inspector se acercó con decisión a la puerta a recoger en mano los Informes del Laboratorio (las pruebas del miércoles).

– Han traido varios informes. ¿Por cuál nos interesa empezar? dijo Romero.

– Por el informe toxicológico. El del martes no mostraba alteraciones o elementos extraños. Compruebe si hay evidencias de TTX.

– Aquí dice que en los jugos gástricos se han detectado:

.- Dosis de tetrodotoxina superior a 0.03 mg/kg

.- Trazas significativas de fungutoxina

Arana lanzó al aire una mirada sin fuerza, como al vacío. Se quitó pausadamente la bata, la colgó, recogió su táper y las llaves y se dirigió hacia la salida, mientras le decía mecánica y mortecinamente al inspector, como si repitiese una melodía conocida, pero de tristes recuerdos:

– “Nuestro desconocido comió pez globo, seguramente fue obligado a ingerirlo conteniendo una dosis letal de tetrodotoxina, que acabó paralizando su sistema nervioso, su respiración y sus funciones motoras; lo que no termino de entender es por qué ha esperado hasta hoy para decirnos con su cuerpo que le habían envenenado, ni por qué ni cómo ha conseguido demorar secuencialmente  las evidencias de distintas causas de su fallecimiento, todas ellas rigurosas y veraces, encapsulándolas cada día como si se tratase de diferentes personas”.

– “Ha sido un honor compartir con usted este caso, inspector”. “Le deseo mucha suerte”.

Todavía hoy las paredes del Servicio de Anatomía Patológica del Hospital reverberan el eco de las imprecaciones que vomitó  Romero cuando acudió el viernes y le comunicaron que el doctor Arana había cogido la baja por depresión.

Algunos compañeros aseguraron días después que habían visto a Arana jugando a la petanca en las arboledas de la Vaguada. Dicen que se le oía musitar, como rumiando para sus adentros: “¡Era un payaso!; ¡era un payaso!; ¡era un payaso!”.