Azules excitados

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Sobre un paisaje yermo, volcánico y desolado, punteado con unas pocas nubes aisladas, perdidas, pequeñas, sobre un escenario que se diría muerto, silente, arropado por un manto azul marino oscuro, más oscuro cuanto más elevado en la foto como corresponde al momento de la noche en el que despunta por la izquierda la alborada con sus blancos rayos y pugna por extender su dominio, sobre este lecho inhóspito se yergue majestuosa e inquietante una forma luminosa, abovedada.

La luz del alba aclara texturas montañosas, y se divisa algún nevero en la zona posterior, quizás en la falda de una montaña bajo la cúpula lenticular, aunque podría tratarse de una ilusión óptica, y el fondo azul del cielo simularía una montaña, y las nubes bajas de la derecha se asemejarían a neveros.

Horas antes, sin la claridad actual, con la negrura de la noche y siempre suponiendo que esa forma extraña estuviese allí, la habríamos comparado o confundido con una nave alienígena, o con una broma de Christo, alguna de sus gigantescas composiciones con telas envolventes y texturas sorprendentes, o bien con un experimento militar en una región remota y deshabitada, de una posible explosión gaseosa tintada de color verdoso azulado, un color sin duda atractivo, pese a las dudas sobre su origen.

En el presente, los datos que observamos en esa forma etérea, vaporosa, nítida y brillante en los bordes, más difusa conforme se abre la campana, frágil en cuanto a su apariencia, que sospechamos voluble, inconstante, sujeta a leyes de movimiento obedientes a los gases (¿o son los gases los que obedecen esas leyes?) dejan entrever profundas deformaciones y decoloraciones, con lo que la foto, su formato, es reconocida como una instantánea peculiar e irrepetible.

Se trata de una caprichosa imagen de una aurora boreal, en Reykjavik, Islandia.

Técnicamente, la aurora es desencadenada con la llegada a la tierra de vientos solares ionizados, cargados de electrones y otras partículas, furiosos portadores de una energía muy elevada (de uno a quince keV kilo-electronvoltios), y la luz surge justamente cuando se chocan con los átomos del espacio en la estratosfera,  con fragmentos de oxígeno y nitrógeno, en altitudes que varían entre 80 y 150 km.

Se produce entonces un fenómeno de ionización, en el que los electrones se desligan del átomo, llevan consigo la energía despertada y generan una especie de efecto en cadena con producción de elementos químicos cargados eléctricamente.

Este estímulo tiene como consecuencia en el átomo una condición de inestabilidad, una excitación.

Los átomos, con una copa de más, envían ondas luminosas en frecuencias vibratorias típicas (a las que corresponden colores visibles por el ojo humano) mientras tienden a encontrar el equilibrio después de ser molestados por los mensajeros solares.

Según nos describen los estudiosos, las auroras tienen formas, estructuras y colores muy diversos que suelen cambiar rápidamente con el tiempo.

Durante una noche, la aurora puede comenzar como un arco aislado y alargado que se va extendiendo en el horizonte. Cerca de la medianoche el arco puede comenzar a incrementar su brillo, pueden formarse ondas o rizos y también estructuras verticales similares a rayos de luz muy alargados y delgados.

De modo súbito, la totalidad del cielo puede llenarse de bandas, espirales, y rayos de luz que tiemblan y se mueven rápidamente por el horizonte de sucesos.

Cuando se aproxima el alba todo el proceso parece calmarse y tan solo permanecen algunas pequeñas zonas del cielo brillantes.

Los colores que vemos en las auroras dependen de la especie atómica o molecular que las partículas del viento solar excitan y del nivel de energía que esos átomos o moléculas alcanzan.

Por ejemplo, el oxígeno es responsable de los dos colores primarios de las auroras, el verde y el amarillo, con lo que le acusamos formalmente de estar detrás de la pigmentación de la foto.

El nitrógeno produce una luz azulada al ser sobreexcitado, mientras que las moléculas de Helio son a menudo responsables de una coloración rojo/púrpura en los bordes más bajos de las auroras y en las partes más externas curvadas.

Eolo ha enviado con delicadeza los rayos solares hasta formar caprichosamente esa especie de placenta protectora, de arcoiris monocolor, de pecho nutricio con su pezón suspendido, que conecta en un instante en nuestro imaginario los ecos de un futuro en el espacio exterior y en cierto modo tenebroso y difícil, con un pasado que se me antoja maternal y protector.

La propia formación de esa cúpula contiene tanto elementos peligrosos para el ser humano (elevadas radiaciones) como elementos protectores (el campo magnético de la tierra, que desvía ingentes cantidades de iones).

De esas fuerzas contrapuestas surgen los destellos que acaparan nuestra atención, que fertilizan nuestro imaginario transportándolo a territorios ignotos, futuristas, casi extraterrestres, de suyo alejados del mundo real sobre el que deambulamos cabizbajos bajo el peso de otro tipo de cúpulas, de campanas más o menos agobiantes.

Las luces que telonan el firmamento con sus chispas ionizadas, nos ofrecen un baile de colores subyugante, un despliegue de iluminación que deja en suspenso, por instantes, cualquier otra distracción: quedamos absortos frente al espectáculo, grandioso, majestuoso, evanescente, huidizo.

No sabemos si la Ciencia tiene o no algo que ver, si nos sentimos atrapados por los encantos de una belleza con mayúsculas, que se despliega ante nuestras pupilas, o si la atracción esconde registros de orden atávico, conexiones, más allá de lo visible, de ese patrimonio espectacular de fenómenos naturales que heredamos los humanos convencidos ¡pobres ilusos! de que nos pertenece.

Me pregunto qué tipo de estremecimiento sentiría Abraracurcix, el jefe de la aldea gala famosa por las aventuras de Asterix y Obelix, al contemplar de repente una cúpula semejante a la expuesta en la foto, él, que acuñó para la posteridad la frase “la seul chose que nous ayons à craindre c’est que le ciel nous tombe sur la tête”, haciéndose eco del miedo a quedar sepultados por el cielo cayendo sobre sus cabezas.

Lo cierto es que potencias o habilidades que creíamos dormidas o a las que no dábamos pábulo alguno parecen despertarse al paso de los furibundos vientos boreales, con la llamada silenciosa que nos lanzan.

Lo cierto es que si existe un espíritu que identifica nuestra conciencia, o al menos un filón de pensamientos hilvanados con emociones en el batiburrillo del intelecto, ese espíritu es convocado a la acción, al martilleo de las preguntas, a la presión de las respuestas cuando contempla imágenes sugestivas, bellas, inquitantes, y en este caso a una escala física de proporciones tan gigantescas que empequeñece nuestra mirada y la torna compañera de uno de esos brillos, de uno de esos saltos diminutos de energía.

Las auroras son esquivas por nuestros lares, alejados como estamos de los polos magnéticos, aunque en 1938, en plena guerra civil, en toda la Península y en toda Europa pudo observarse una enorme, intensamente rojiza, que sembró el desconcierto, la sorpresa y el miedo.

Os emplazo a encontrar cuanto antes algún fenómeno que rivalice con ellas en belleza y sobre el que asentar algunas de nuestras mejores fantasías, o alentar esquivos potenciales de nuestro sufrido y confuso intelecto.

Después de todo, el espíritu, el alma, la luz que se abre paso desde la reflexión, desde el dolor, desde el amor, suele andar huérfano de alicientes, empantanado en un fango de obstáculos invisible pero tenaz en presentar dificultades.

El espíritu, digo, transita ávido de trascendencia, de verdades y de misterios que digerir, así es que levantar las cervicales para contemplar una sinfonía de tonalidades, tan libre como el viento de iones que la ha formado, o bien buscar una emoción alternativa (sin viajar a Islandia) nos puede reconciliar por unos instantes con ese déficit crónico que llevamos a cuestas.

 

Antonio Crucelaegui blog 2016