Cayucos pata negra

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En ese cayuco destartalado y sin nombre, con la quilla cimentada de osamentas, con las maderas cosidas con sangre y hedor, con las bodegas y cubiertas repletas de cuerpos tiznados y brillantes, de agua salobre y de miedo mezclado con vómitos; en ese cayuco refinado y lujoso, avanzan, en un viaje sin retorno, lento y nauseabundo, en un viaje hacia los destinos horneados del sur de Europa, los modernos esclavos del siglo XXI.

Se diría que navegan a la deriva, sin cartas de navegación, sin timonel, o con uno mercenario del timón por unos dólares, contratado en los tugurios portuarios de Mauritania, o de Libia.

Se diría que se mueven a impulsos de sus pasajeros, que parecen soplar con todas sus fuerzas contra unas velas imaginarias, con rumbo norte, siempre hacia el norte, alejándose de las costas que retienen sus recuerdos, sus excrementos, sus miserias.

Navegan alejándose del desierto, de los días sin luz, de las noches sin sentido, de los hornos sin pan, de una vejez que nunca llegará.

Vagan en terreno de nadie, sujetos a los caprichos de Neptuno, mientras se turnan para tomar el sol en la cubierta en un vuelta y vuelta sin crema protectora, ni toalla de baño, sin botellín de cerveza, ni gafas de sol.

El navío se acerca a las aguas jurisdiccionales europeas deambulando, con rumbos titubeantes, en parte por el sobrepeso del balandro sin velamen, en parte por el desconocimiento de los que allí sobreviven sobre rutas, pasos, agujas y corrientes.

Pretende descargar sus negras capturas en las lonjas de animales, en los mercados laborales, en los refugios para carne desprovista de denominación de origen.

Con esa descarga cumplirán objetivos económicos, se completará una transacción iniciada por las mafias de traficantes en las distintas bahías de la vergüenza esparcidas por el norte de Africa, en los colectores nocturnos de insatisfechos y parias del continente perdido en busca de un Edén.

Ellos confían a ciegas en que su destino está ligado indefectiblemente al destino del cayuco, en este su viaje final, y esperan que con la llegada a destino, que con la entrega de la mercancía a buen recaudo y el abandono del cayuco se liberará su karma, repondrán fluidos, aplacarán la fiebre con ungüentos milagrosos, y se liberarán de las cadenas invisibles que les atan a los compañeros de viaje fallecidos en el intento, que les atraen hacia el fondo del mar en una súplica post mortem, impregnada de fracaso.

Los grumetes de ébano, a cientos, erguidos, hacinados como soldaditos en espera de combate, fantasean con otro tipo de cadenas livianas, con esas pulseras de gratis total que les serán entregadas identificando su campamento y su condición de viajero indeseado, con esas pulseras que achicarán sus atribulados espíritus de los malos augurios y dará comienzo una nueva vida, con una lluvia menos ácida, con un horizonte renovado, con un nuevo sol.

A duras penas estos infelices pueden comprender, siquiera por comparación con lo que conocen, la compleja estructura de funcionamiento por la que nos regimos en la piel de toro, o en la bota itálica, o en la luminosa Grecia.

Las costumbres en muchas de las aldeas que les vieron nacer son mucho más sencillas que las nuestras: la vida se cercena o queda mutilada por distintos avatares, no sirve de mucho quejarse o reflexionar. Se come si hay comida para comer, se vive si te dejan vivir.

Estos héroes anónimos intuyen que cualquier retazo por vivir en la soñada Europa es mejor que cualquier pasado ya vivido, aunque lejos de conseguir acabar con las cadenas, estos visitantes forzosos quedarán marcados con otras, aquí somos mucho de rebaños, y de tribus, y de marcas, y de “amigos, sí, pero el borrico por la linde“.

En lo tocante a los horizontes renovados, cualquier verde de esperanza puede seducir mejor a los viajeros que el arena o el crudo mortecino del desierto apelando a la sequía, a la bala perdida o al desánimo, aunque doy por hecho que cuanto más aligeren sus conciencias al llegar a nuestras tierras más se taladrarán las nuestras, más se nos indigestará la acogida y no digamos la siesta.

La foto tan sólo es un zoom con ribetes azulados de marejadilla de una flota más extensa y diseminada de cayucos y pateras sin bandera, apátridas, que perpetra desde hace años una invasión del flanco sur de Europa en toda regla (y que por vasos comunicantes, léase libre circulación de personas dentro de la UE) se traslada convenientemente (la invasión) a nuestros primos del norte.

De modo análogo a como la escuadra de Agamenón y sus pares aqueos cubrió el Egeo en su periplo hacia Troya para castigar los amoríos de Paris con Helena (esa osadía de los amantes que como excusa encubría un apego desmedido por otros tesoros menos volubles y un reajuste de quién mandaba en la zona), así se extiende sobre el Mediterráneo sur, a cuentagotas, una armada ¿invencible? repleta de cayucos, de pateras, de navíos informes, de hidropedales, de zodiacs.

Arriban a nuestras costas para castigar nuestra indolencia, nuestra inacción con sus crímenes de guerra y sus hambrunas, nuestra forma de vida ajena por completo a la azarosa vida de quienes con piel rugosa y sin apenas lágrimas en los ojos son compelidos a diario a jugar a la ruleta rusa con sus vidas, con sus hijos y con sus destinos.

Se dirigen hacia aquí para vengar con su presencia incruenta nuestras afrentas a los dioses, ¡quién sabe si por haber dejado hace tiempo de ofrecer sacrificios rituales y expiatorios!.

Nosotros somos la Troya moderna, y nuestras costas son el remedo de las de los Dardanelos homéricos, y si se confirma esta fatal analogía, puede que nos toque más temprano que tarde llorar la pérdida de valores muy queridos, sufrir los efectos de la invasión, tal y como la ciudad de Ilión lloró la muerte de Héctor a manos de Aquiles y privó a sus hijos de agua y juegos.

Las pateras vienen incesantes, en parte como naves de guerrillas, en parte como naves de desembarco, sin formación, sin orden, pero numerosas, insistentes, inoportunas.

El vivero que las alimenta es ingente, desmesurado; ni siquiera el Sahara, plantificado en medio entre las fuentes de personas y las costas por las que emigran es capaz de frenar esta avalancha.

La foto refleja un mar condescendiente con la excursión. Ausencia de nubes y vientos flojos, tiempo encalmado como compañeros agradables de una travesía de por sí incierta.

El reverso de la foto es un tiempo pendenciero, espumas agitadas, golpes de mar, cascarón inestable, inmigrantes por la borda, naufragios sin taquígrafos, números en las noticias.

Con cada naufragio ondea a media asta la bandera europea de la fraternidad.

Con cada naufragio repican campanas de advertencia sobre lo que ocurre allende fronteras consideradas seguras.

Esta foto es muy indiscreta, perturbadora, atenta contra la intimidad, sacude telarañas de conciencia, se hace eco de un fisgoneo impertinente y esclarecedor de lo que ocurre por ahí, y no queremos que suceda, nos espanta que suceda.

La foto y todos sus negativos, los demandantes de asilo y hasta las propias autoridades aúnan sus fuerzas para reclamar una quema ejemplar, un barrido de memoria, una papelera succionadora que se trague por el desagūe todo rastro de su existencia.

No la deberíamos juntar con otras fotos de familia, o de los viajes por el mundo, esa foto pone en peligro el ingente proceso de demolición de muros en el que nos habíamos embarcado, ¡ironías de la vida! en aras de un mundo sin fronteras, más solidario, más humano.

 

Antonio Crucelaegui blog 2016