Laberinto

 

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Nos acompaña una foto sugerente (dreamstime.com) de un laberinto esquematizado, una imagen estimulante, en apariencia inocente, que deviene algo inquietante por inesperada en su forma, tal vez porque toca fibras sensibles de una naturaleza arcana, protegida por los símbolos, escondida tras lo imaginario y desfigurada tras el paso de los siglos.

Su contorno exterior se asemeja a primera vista a una forma de un laberinto al que atribuiríamos 3 dimensiones, primer engaño de los sentidos, primera constatación de hasta qué punto este laberinto está bien diseñado, al menos en uno de sus propósitos más reconocibles, que es el de confundir, pues engaña sobre su estructura dimensional a quien se acerca a él, tan sólo con mirarlo desde el exterior, sin entrar siquiera.

Si esta ilusión óptica se origina al contemplarlo desde fuera, ¡qué malvadas confusiones no acecharán una vez dentro !.

Se diría que tiene 3 dimensiones, pero de una mirada más atenta podemos colegir que alguien caminando en su interior, (ahora no es momento todavía de preguntarse qué diantres puede hacer allí dentro, pero no se concibe laberinto sin caminante), lo hace siempre sobre una única superficie, aunque esta superficie se extienda, se prolongue indefinidamente precisamente en la zona en que desde fuera parece que se aproxima al centro, a la resolución del laberinto, al encuentro (o no) con el minotauro.

En este supuesto peregrinaje por los vericuetos, encrucijadas y pasillos del laberinto, el protagonista imaginario de un periplo a su vez imaginario no pasa de una superficie a otra, en lo que vendría a ser la transición de un laberinto a otro, sino que permanece siempre en la misma superficie, en el mismo laberinto bidimensional.

Avanza, eso sí, sin encontrar nunca los límites, pues cuanto más se aproxima hacia lo que él cree que es el centro, hacia donde él intuye que encontrará el jardín de las delicias, la resolución del enigma, su propio destino, su razón de ser, su misión cumplida, a Teseo como compañero, a Asterión como verdugo, el final del viaje, el retorno al hogar, o ¡qué sé yo!, más se adentra en un sumidero infinito, en una vorágine que le aleja cada instante a más velocidad tanto del punto de partida en el que se incorporó como del supuesto destino, que se intuye, al menos desde aquí fuera, inalcanzable.

En este trajín de avances que son retrocesos, de ilusiones que marchitan ilusiones previas, de encuentros forzosos con sombrías realidades, nuestro caminante imaginario (ascendido a condición de héroe con poco esfuerzo por nuestra parte, se nos ve el plumero) se forjó una idea de su propio destino, que asumió para siempre ligado al laberinto, y decidió volver para contarlo, una vez resuelto el enigma: dos arduos objetivos que concitan admiración.

Se trataba de un destino con un final en algún sitio, era un destino a resolver por una posición, por un espacio, por un determinado territorio, por una ubicación.

Frente a una aparente quietud y sabiduría destilada que rezuma el laberinto, en el que se desparraman aquí y allá muros, pasillos y puertas, legiones de confusión que atrapan y paralizan como una tela de araña, nuestro indolente luchador, armado de valentía y decisión, y con el doble propósito mencionado, opone su acción incesante, busca sin hallar, razona sin entender.

Para su desdicha, para su previsible congoja, la agria función de teatro y el propio escenario, la esencia incomprensible y recurrente hasta la extenuación del mismo, vuelve por momentos inconsistente esa idea del destino, ya no es un sitio en el laberinto el que decidirá, sobre el que pivotará el futuro, en el que se detendrá la marcha, la búsqueda; ese sitio no existe, o es inasible, inalcanzable, el laberinto es infinito y por tanto el destino, si es que existe como tal para nuestro héroe, será un destino totalmente independiente de los serpenteantes caminos, no estará ligado ni a las paredes ni a las sorpresas de ese ladino estructurado que confunde, por mucho que le haya dedicado sus mejores años.

Estamos ante un laberinto espacial, obvio, pero también se trata, para nuestra sorpresa, para nuestro delirio, de un laberinto en el que el tiempo necesario para llegar a los confines, a los límites, es infinito; ese tiempo gestiona la propia resolución inasible del acertijo, con una geometría de apariencia desconcertante, por infinita para el humano entendimiento.

Cuando Einstein nos previno e instruyó con maestría acerca del cordón umbilical que liga al espacio y al tiempo, haciendo añicos la doctrina secular vigente durante siglos en la que cada uno de ellos iba por su lado, con el derecho a decidir mutuamente reconocido, no imaginaba que nos estaba dando pistas para entender esta foto en clave metafórica, para asignar al laberinto un doble apelativo, visualizando simultáneamente un laberinto espacial y a la vez temporal.

Al igual que se nos muestra es esas imágenes que se utilizan para representar la singularidad de un agujero negro, esa gigantesca formación en el espacio exterior en la que en la zona central de un cúmulo superdenso de materia la acción de la gravedad deforma las propiedades del espacio-tiempo, atrayendo hacia su centro a toda partícula que pasee por la vecindad, ya sea de buen grado o de forma menos amistosa, a velocidades próximas a la de la luz, la forma del laberinto analizado presenta una singularidad que recuerda a la del citado agujero negro.

Como en el agujero negro, el tiempo transcurre plácidamente para el observador que queda alejado del horizonte de sucesos del laberinto, no se ve perturbado por las convulsiones de lo que acontece muros adentro del galimatías, mientras que para la partícula que sufre las penurias de la gigantesca compresión viajando cada instante a más velocidad (o para el viajero que cree encontrarse cada día más próximo al final-centro) el tiempo transcurre cada vez más lento, prolongando indefinidamente la agonía, haciendo cada vez más patente el no retorno, la condición de atrapado eterno, el verdadero final.

El símil del agujero negro admite alguna adenda colateral, algunos matices sobre las sorprendentes vinculaciones entre las galaxias, los laberintos y las esvásticas, antes de flirtear con torpeza con otras ramificaciones, como la formación del mito del laberinto o los sutiles y eruditos escritos de Jorge Luis Borges, insigne argentino que debió pasar gran parte de su vida en un laberinto interminable, a tenor de los fantásticos y prolijos testimonios que sobre tal hecho nos ha dejado.

Normalmente ubicados en el centro de las galaxias, los agujeros negros se nutren de las mismas para crecer fagocitando cuanta materia se encuentra al alcance de sus poderosos tentáculos gravitacionales.

En el laberinto de nuestra foto, metáfora del agujero negro, el vértigo se instala enseguida golpeándonos con la imagen de un despiadado sumidero central que se traga a todo aquel incauto que ose jugar al escondite o al tú la llevas entre los setos y las encrucijadas.

Nuestros antepasados remotos, neolíticos y demás y sus astrónomos al uso no podían ver agujeros negros, ni presumiblemente imaginarlos con sus rudimentarios conocimientos de física, pero sí se sentían inquietos ante las nítidas y coloridas formaciones con brazos en espiral de numerosas galaxias (¡qué tiempos, carentes de contaminación lumínica, carentes de motores, de humos y distracciones!) y comenzaron a representarlas esquemáticamente, (en un vano intento de aprehender lo desconocido) con trazos y grafismos de cruces esvásticas.

Los primeros laberintos representados en piedra son variaciones de estas cruces. Ligados en principio a la representación de fenómenos naturales, que abrumaban a nuestros ancestros por su complejidad y magnitud, tales como las galaxias y sus brazos en nuestro relato, o incluso algún cometa girando próximo a la Tierra, las esvásticas en sus distintas formas serían un símbolo místico, una de cuyas funciones sería llamar a la conciencia de uno mismo, del mundo exterior al mundo interior de la psique.

El laberinto podría haber evolucionado de la esvástica, o ésta podría ser una abreviación simbólica del laberinto, (entendido a su vez como una metáfora de lo desconocido, y de la relación del individuo con lo otro que le trasciende), cuyo diseño predominante se dice que posee un significado espiritual implícito, que representa el viaje de la vida a través de las dificultades y las ilusiones del mundo, hacia una salida, hacia un centro, hacia un Palacio de Cnosos donde se encuentra el tesoro espiritual, la iluminación, la verdad, el entendimiento con mayúsculas en definitiva.

La palabra ‘laberinto’ deriva de la civilización minoica de Creta, y la esvástica era usada por los minoicos como símbolo del laberinto, y por los indúes de Harappa en el 2000 A.C., y por los vikingos de Gotland, en la Suecia de hace siglos y por los chamanes de América, testimoniando un uso extenso y arraigado de este símbolo por todo el orbe.

El significado cultural y la interpretación del laberinto son muy variados, aunque casi siempre es un símbolo teñido de espiritualidad.

Algunos laberintos dibujados en el suelo desde la prehistoria se utilizaban como una especie de trampa para atrapar a los malos espíritus. Esta idea está detrás de algunos trazados en el piso próximo a los baptisterios de iglesias católicas.

Para el historiador Robert Graves, la idea del laberinto está relacionada con el funcionamiento del sistema monárquico en la prehistoria: el mejor de los hombres de una tribu era elegido rey, tenía poder absoluto sobre el grupo, pero era asesinado después de un período. Unicamente un héroe excepcional — un Teseo – o el constructor – un Dédalo –  podían regresar vivos de la experiencia del laberinto, del encuentro con una muerte anunciada, con un destino funesto y seguro.

Otro peldaño en la formación del mito del Laberinto puede haber sido el palacio de Cnosos, un complejo enmarañado de habitaciones y corredores en el que los invasores atenienses tuvieron dificultad para encontrar y matar al rey cuando lo tomaron, forjando una leyenda con esos mimbres.

En dicho palacio, un espacio abierto sito delante estaba ocupado por una pista de baile con un dibujo laberíntico que servía para guiar a los que bailaban una danza erótica de la primavera (se cuenta que en la primavera se realizaba en toda la cuenca del Mediterráneo una danza erótica de la perdiz en honor de la diosa Luna y que los bailarines saltaban a la pata coja y llevaban alas).

El origen de ese dibujo, llamado también laberinto, parece haber inspirado los laberintos tradicionales de setos y arbustos frondosos que se utilizaban para atraer a las perdices hacia uno de sus machos, enjaulado en la cerca central, con reclamos de alimento, quejas amorosas y desafíos; y los bailarines imitarían la danza de amor extática y renqueante de las perdices macho, y más adelante en la época libertina de las pelucas de la corte francesa aguzarían su ingenio como amantes en furtivos encuentros con las damas bajo la protección de una maraña de cuidados pasadizos empedrados y equívocos setos

Otra significación del laberinto está asociada a los rituales de iniciación. Al representar la búsqueda del centro personal, del sí mismo del ser humano, y al objeto de alcanzar el encuentro con tan preciado hallazgo, se requiere de un ritual iniciático que implica la superación, en distintas etapas, de una prueba dura, difícil y arriesgada como la que afrontó en su día Teseo yendo al encuentro del monstruo, con el encargo de liberarlo (matarlo), de liberarse él, de liberarnos a todos.
Durante la Edad Media, el laberinto está relacionado, casi mono temáticamente, con el tortuoso camino de los creyentes hacia Dios, en el que el recorrido hasta hallar el centro, a modo de peregrinaje, simbolizaba la participación en los sufrimientos de Cristo en la cruz.

En el Renacimiento, como reflejo de las ideas humanistas antropocéntricas, el ser humano se posiciona en el centro del laberinto.

En nuestros días la representación laberíntica está presente en ámbitos tan dispares como el arte, la gráfica, la publicidad y los juegos de ordenador.

Entrando en terrenos menos académicos y más resbaladizos, la dificultad de medir un laberinto o distinguir uno de sus puntos de control o referencia de cualquiera de los otros evoca la sensación de infinito, de repetición indefinida.

Como en la carrera imaginada por Zenón entre Aquiles y la tortuga, la subdivisión progresiva e interminable del espacio agravada con la multiplicidad de posibles recorridos, nos sitúa en un contexto exigente para la mente, a la que se le martillea incesantemente con paradojas, espejos, repeticiones de lugares, y dudas sobre el camino recorrido, sobre el camino a recorrer, que terminan por quebrantar cualquier atisbo de cordura que previamente fuese guía del paseante en su viaje.

Imaginado como morada, como lugar para vivir una experiencia que dejará una huella indeleble, en ese laberinto de puertas infinitas que están abiertas día y noche se encontrarán inevitablemente la quietud y la soledad. Son huéspedes conocidos que no hacen más que resaltar el grado de abandono, la ausencia de mundo social, la extraña compartimentación y lejanía en que se halla inmerso el personaje.

Observemos la foto de nuevo. No se captan ni transmiten sonidos. Todo parece encontrarse en una calma tensa, pero en ese caos ordenado y en silencio habita una soledad tenebrosa, capaz de aliarse con los responsables de la prisión para inducir, como mínimo, alucinaciones en los que lo intentan, y en muchos casos la locura.

Sin color, sin tamaño, sin dimensión, la soledad se escurre, se filtra por los recovecos, se hace presente en el laberinto. La foto, de hecho, podría titularse “la soledad”, o “la soledad del laberinto”, o “el laberinto y sus ecos”; quizás le cuadraría “tiempos infinitos en soledad”, o “el retorno infinito” o tal vez “caminos sin retorno”, o “el eco infinito”, toda vez que “el jardín de los senderos que se bifurcan” ya está cogido, y magistralmente desanudado.

Ya sea que lo recorra un aprendiz como cualquiera de nosotros en búsqueda de su Grial particular, forzado a superar una prueba iniciática que le otorgará reconocimiento entre los suyos, ya sea que hablemos de un simpático y temido Asterión (el minotauro) que se encuentre agazapado en un recodo para jugar a encontrar al aprendiz, para mostrarse ante él como distinto, para compartir su secreto con el sanyasin, ¡quién sabe si para servir la cicuta como remedio final!, todos los personajes que en algún momento habitan o se enhebran por el laberinto, se encuentran solos, irremediablemente solos.

Con una soledad terca y de corto recorrido, que acompaña a nuestros pequeños héroes, con una soledad que presagia muchas soledades, tantas como reencuentros, en el caso del minotauro.

Por cierto, cambiando de tercio, Asterio etimológicamente significa “el estrellado”, vuelven a aparecer las estrellas en el meollo que concierne al laberinto.

El orden más probable en la formación y evolución históricas de las cadenas de símbolos atávicos en el contexto que nos movemos sería, a mi juicio:

En primer lugar aparecería la espiral, como traducción simple a la piedra de la forma visible de las galaxias; a continuación, la esvástica, como contracción esquemática de la espiral; después el laberinto de una única vía (un único camino) anudado a los brazos de la esvástica, que le da soporte geométrico. Le seguirían distintas evoluciones tales como el laberinto de varias vías, en el que desaparece el soporte geométrico de las cruces y por último el laberinto temporal, mucho más complejo, en el que se incorpora en su estructura una geometría de tipo repetitivo, una recurrencia de tipo infinito, que a la postre sería la representación más acertada del Universo-laberinto que nos acoge según lo que de él hoy conocemos.

Lástima que los nazis, ocupando con su locura el lugar del minotauro, apropiándose sin escrúpulos de los símbolos atávicos que profanaron hasta la ignominia, hiciesen trizas a millones de Teseos, quemaran con desprecio y soberbia el hilo de Ariadna y arrojasen sus cenizas e infinidad de sombras funestas sobre esas esvásticas en su día sugerentes, que nos ligaban, por intuiciones preclaras, por atractores invisibles, al origen más remoto de nuestras piezas más elementales, de nuestros átomos y moléculas; que nos ligaban a una estrella, a una galaxia.

Lo cierto es que estas disgresiones sobre el laberinto y la soledad, sobre la recurrencia infinita, me traen el recuerdo de bellos pasajes de los cuentos de Borges y de un cuento menos conocido de Dino Buzzati, “los siete mensajeros“, que merece una invitación a la tribuna desde la que oteamos estos efluvios laberínticos, y al que las valiosas anotaciones del ensayo de Cristina Coriasso enriquecen.

En la narración, Un príncipe parte con unos pocos fieles y 7 mensajeros de su ciudad natal, cumplidos los treinta, para explorar el reino de su padre, con el fin de alcanzar las desconocidas fronteras del mismo. El viaje, que en principio habría tenido que durar pocas semanas, se alarga, pues los esperados confines no aparecen.

Los mensajeros son enviados cada cierto tiempo a la ciudad en busca de noticias y para dar cuenta de los avances, para hacerles después regresar al punto donde él se encuentre.

El intervalo de tiempo que transcurre entre la llegada de uno y la partida de otro se va haciendo progresivamente mayor en un crescendo geométrico. Las cartas que traen los mensajeros cuentan cosas que parecen cada vez más lejanas. Simultáneamente, el paisaje del viaje se va haciendo extraño y el príncipe se siente extranjero; aun así persevera con ahínco persiguiendo los ansiados confines (es un honroso prototipo de nuestros héroes imaginarios).

A los ocho años y medio de haber iniciado el viaje regresa uno de los mensajeros; partirá al día siguiente y no regresará hasta pasados otros treinta y cuatro años, cuando el príncipe, que siente que ya no estará en aquella cita, tenga más de setenta.

La sospecha de que no existe frontera se hace cada vez más persistente; en lugar del límite extremo, el viajero empieza a vislumbrar signos inquietantes y cambios en el paisaje que le anuncian la llegada a una tierra diferente.

Para el protagonista del cuento, como para el rey de Arabia en el cuento de Borges sobre los 2 reyes y los 2 laberintos, el universo entero es un laberinto del que el héroe trata de salir para obtener conocimiento, para alcanzar su plenitud, pero se da de bruces con un itinerario circular, sólo aparentemente rectilíneo, que se alarga indefinidamente sin alcanzar nunca su fin.

El relato se articula varios años después de iniciado el viaje, y se expande hacia el pasado mítico del origen y hacia el futuro también mítico del último horizonte.

Los mensajeros, jinetes infatigables, en su recorrido por valles, bosques y desiertos, representan el movimiento de la memoria, sin el cual ninguna progresión es posible.

Inmerso en un viaje complicado metáfora del referente inexistente —la meta que nos mueve y que es inalcanzable—, es también imagen de la confrontación en el ser humano de lo finito con lo infinito: del centro que constituye el yo, el ser se expande para encontrarse a sí mismo, hacia una meta que sólo con la experiencia se revela como metafísicamente inalcanzable.

La conciencia del protagonista se halla tensionada por la idea de un futuro siempre por llegar, a la espera de un evento significativo, de un traspasar finalmente el límite conocido, a la espera de la realización de unas ilusiones que más tarde se revelan vacuas.

Poco a poco, a la percepción del alejamiento del origen se une un sentimiento de soledad y de abandono; el entusiasmo va decayendo y se va abriendo paso en la conciencia una idea desoladora alimentada por la experiencia.

El príncipe vislumbra la tela de araña de su vida, nuevo símil del laberinto de la foto, intuye que no hay una posibilidad de realización de la meta porque el estar más allá es algo intrínseco y esencial a la meta en sí.

Todos los esfuerzos y fatigas, las cosas a las que haya podido renunciar, o dejado atrás, los peligros asumidos, no está claro que se vean recompensados, que hayan merecido la pena al final de la odisea. La duda metódica, la duda trascendente se enseñorea de los pensamientos, se realimenta sin cesar.

Una sombra de desolación parece crecer más y más alrededor del protagonista, cuyo destino de muerte y soledad, prisionero de un tiempo circular, no deja lugar a la esperanza, aunque en el cuento a partir de un momento de evidente zozobra y ante la inutilidad de regresar a la ciudad remota (volver al pasado como referencia) los mensajeros comenzarán a anteceder al príncipe en la incursión de nuevas tierras como embajadores de una memoria futura, anteponiendo el interés por el devenir a la necesidad del retorno al pasado, evidenciando quizás una madurez, un desapego, una trascendencia, un principio de resolución del laberinto, ajeno al propio laberinto.

La meta que propulsaba la voluntad del pasado al futuro, el motor interno que sostenía el viaje de la vida, el tiempo humano, se ha revelado inútil, pues sólo es aparente, espejo engañoso de un laberinto que ocupa un tiempo circular, eterno.

Y sin embargo, ese viraje hacia el futuro ignoto, ya desprovisto de finalidad, ese cambio en el paradigma que impulsa un nuevo comportamiento en el laberinto, se antoja esperanzador y germen de un prometedor desenlace (si es que ahora sigue siendo tan importante un desenlace como tal) que dé réplica al ansia infinita de movimiento errático del aprendiz y príncipe nómada que somos cada uno de nosotros en nuestra búsqueda.

El hombre perdido en el laberinto de un tiempo cosido, pespunteado de cambios y de apariencias y de lugares que son repeticiones, de imágenes ya registradas, el hombre actuando insolente y sólo (in-solo-ente) frente al espejo traicionero de la eternidad inabarcable, ininteligible.

El hombre que entra creyéndose rey/príncipe de su propio destino (asunción pretenciosa donde las haya, pero que nos despierta empatía) y que termina huérfano de destino, tras vagar sin descanso por el laberinto y adquirir, ese sí, un conocimiento, un supuesto saber.

Entrar en el laberinto es entrar en el Universo infinito, es aceptar que ya estamos dentro, con nuestros referentes y objetivos, que formamos parte de un sistema de eterno retorno que se burla con desprecio de todo referente al uso, desear que no haya demasiados peldaños que subir, ni puertas que forzar o traspasar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni altos y cansinos muros que corten el paso; desear todo ello y a la par olvidar que no es posible, que en mil años de aventura el despertar, recurrente, vendría a ser nuestro particular día de la marmota.

En las doctas y sempiternas metáforas de Borges:

“El tiempo es la sustancia de la que estoy hecho; es un río que me arrebata, pero yo soy ese río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy ese fuego”.

 

Antonio Crucelaegui blog 2016