Sobre cartas, tintas y mensajeros

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No ha mucho di cuenta con mis propios ojos de los mejores dardos que Nietzsche había dedicado a Lou Andreas Salomé, haciéndole llegar una misiva con perlas emponzoñadas tales como:

Nunca he conocido a una persona más pobre que tú. 

Ignorante pero con mucho ingenio.

Capaz de aprovechar al máximo lo que conoce.

Sin gusto pero ingenua respecto de esta carencia.

Insincera.

Sin la menor sensibilidad para dar o recibir. 

Carente de espíritu e incapaz de amar.

En afectos, siempre enferma y al borde de la locura.

Sin agradecimiento, sin vergüenza hacia sus benefactores…

Nada fiable.

De mal comportamiento.

Grosera en cuestiones de honor…

Un cerebro con incipientes indicios de alma.

El carácter de un gato: depredador disfrazado de animal doméstico.

Sin diligencia ni pureza.

Sensualidad cruelmente desplazada.

Egoísmo infantil como resultado de atrofia y retraso sexual…”

Sirve como ejemplo este iracundo despecho para caer en la cuenta de hasta qué punto una carta puede transmitir mucho más de lo que contiene (ya es difícil rezumar en este caso más mala leche que la vertida), puede condicionar opiniones (la nuestra sobre Lou ya va cargadita tras el chaparrón), puede transformar realidades en ficciones, y viceversa, operar a modo de arma de destrucción, incluso actuar al margen de nuestra voluntad, modificando todo tipo de escenarios subjetivos, ora sirviendo de salvoconducto, ora prometiendo la luna, o avalando antiguas promesas.

Nada que ver, por cierto, estos reproches encendidos del pirado teutón con algunos de los versos que él mismo le regalaba previamente, en otra misiva algo más “amistosa”:

Como el amigo ama al amigo

yo te amo, vida enigmática, 

haya exultado en ti, o haya llorado, 

Dolor o dicha me hayas dado.

 

Te amo a ti y a tus penas;

y si debes destrozarme

Me desprenderé de tus brazos 

como del pecho amigo se desprende el amigo.

 

¡Con toda mi fuerza te abrazo!

Que tus llamas me prendan,

Que aún en las brasas de la lucha

Siga adentrándome en tu enigma

Así de inflamada le salía la inspiración, al pobre cornudo, aunque con resultado no tan efectivo como al que le dio a Rilke, el gran poeta romántico, a la sazón amigo de ambos, cuando le dedica estos epistolares versos a la musa nacida en San Petersburgo:

“A través de ti quiero ver el mundo, pues entonces no veo el mundo, sino tan sólo a ti, a ti, a ti.

Yo te he visto siempre como se ve al que se adora. 

Yo te he oído siempre como si siempre hubiera de creer en ti. 

Yo te he anhelado siempre como se anhela al ser cuya simpatía nos arrastra. 

Yo te he deseado siempre como se desea al que se implora de rodillas”

Quizás cabría amonestar a Nietszche, bastante enfrascado en disquisiciones sobre el amor, sugiriéndole que si el amor fuera mayoritariamente un sentimiento la promesa de amarse para siempre, que él pareciera exigir a su amada, carecería un tanto de sentido, ya que los sentimientos y el deseo van y vienen, son volubles y ávidos de novedad, mutan como hojas en otoño, al albur de feromonas y proteínas insolentes.

Amar podría ser, desconsolado Friedrich, más que nada, una decisión, un juicio, una promesa-compromiso de carácter íntimo, un acto de voluntad renovable a voluntad, salpicado o no, ya que estamos, de fluidos y de lascivas miradas.

Eran tiempos muy convulsos, aquellos, en los que se radiografiaban los conflictos y las identidades personales, y se hacían los selfies del momento con lacre, papel y tinta china.

Eran tiempos, no obstante, en los que la gente con posibles, la de la sociedad educada, podía permitirse el lujo de desdoblarse temporalmente, y dejar en un escrito esa parte de sí mismo que tanto cuesta reconocer y, después, mantener embozada.

Hoy lo más parecido a la carta del filósofo que nos anunció la muerte de Dios (cual periodista de investigación) sería una notificación de Hacienda, por lo cruel, despiadada y acusica que llega a ser, y, aún peor, por ser transmisora de condenas sin audiencia previa ni eximentes.

No sería justo dejar a Salomé sin derecho de réplica, que no nos consta que ejerciera, más allá del previo rechazo amoroso a Friedrich que provocó la enfurecida carta, asaz misógina y machista; pero sí cabe apuntar que como única mujer aceptada en el Círculo Psicoanálitico de Viena, se carteó con Freud (y con otros eruditos) extensamente, y se permitió dialogar y debatir con el maestro sobre los temas más candentes del feminismo de la época, de la intelectualidad al uso y del incipiente psicoanálisis.

Resulta notorio y casi vergonzante que a esta mujer se le conozca por haber compartido cigarrillos y sábanas con numerosos intelectuales, artistas, y psicoanalistas de su época, por desencadenar (y encadenar) suicidios y enajenaciones, por ejercer con maestría de torbellino de pasiones, y que casi nada se comente de sus contribuciones literarias, filosóficas y psicoanalíticas.

Su producción se antoja en verdad prolífica,  abarcando desde la cuestión del significado psicológico de la religión, pasando por la posición problemática de la mujer de su tiempo (entre sus ensayos se cuenta “el erotismo”, con el eterno femenino como tema central), las complicaciones del amor, la separación de la familia, las significaciones de lo artístico, y el calvario del hombre moderno (¡cómo no!) cuya individuación no podía según ella ser ya comprendida por la religión y la moral tradicionales y abocaba  a la pérdida de la fe por el conflicto con el pensamiento racional.

Salomé coloca en sus escritos como aspectos diferenciados de una misma fuerza vital al amor sexual, a la creación artística y al fervor religioso.

Y en “El narcisismo como doble dirección”, su contribución más cotizada, afirmó que el narcisismo no sólo designa un amor egoísta por sí mismo, sino también un amor al otro de naturaleza positiva, que posibilita la unión con él.

El narcisismo, mantiene Andreas-Salomé, se dirige tanto hacia la fusión como hacia la separación y tal es su doble dirección, de manera que Narciso es a la vez egoísmo (separación) y sexo (fusión) y de aquí que el amor narcisista pueda llegar a empobrecer al objeto amado, pues espera de él lo que nunca podrá obtener, la unión originaria con el Todo, con la Nada, con Dios.

Pero recojamos un poco el sedal, que se me ha ido por las ramas, y volvamos al epicentro, a las cartas. Al enterarse Lou-Andreas por Freud en una de ellas de que su amante Tausk (que mantenía rivalidad profesional con el propio Freud) se había suicidado en verano, se limitó a comentar en su misiva de respuesta al egregio vienés que “el problema de Tausk residía en que tenía un alma de fiera con un corazón tierno”… ¡Ahí queda eso!, ¡angelita!.

Alumbrada en otras latitudes, la “carta robada” de Edgar Alan Poe, nos viene al pelo para proseguir nuestro recorrido.

Se trata de un excelente cuento traducido al francés por Charles Baudelaire y deconstruido con su peculiar genialidad por Lacan, al asimilar la carta, “la lettre”, la palabra, al inconsciente, estructurado como está como un lenguaje, según se empeña en señalarnos el docto francés.

La “lettre voleé” ilustra como pocas la riqueza de posicionamientos, de quiebros y de verdades subjetivas que una sola carta (léase por semejanza  un contenido inconsciente) puede atesorar a lo largo de su vida útil, desde que se fragua en el yunque de los dedos hasta que se amortiza por completo en el olvido, ese tragaldabas al que en definitiva le importa un pimiento el contenido del sobre, o sus emisarios, o sus destinatarios.

Se diría que cada carta es como una flecha, hacia una diana dirigida. Los ensayos, las novelas, serían cartas con imprevistos o misteriosos destinatarios.

Con todo el poder de la palabra impresa, la diana se puede dar por aludida, o no, y la flecha puede doblarse o perder impulso en el trayecto, cual comprensivo junco o bien mantenerse en sus trece, rígida y punzante, (siempre desde la óptica del que recibe y lee), tales llegan a devenir los caprichos de un mensaje.

También le otorgo un obligado reconocimiento a la carta épica, o más bien al contexto épico en que se ve envuelta aquella carta que arrastra consigo el sacrificio de hacerla llegar intacta a su destino, en lo que viene siendo una odisea del mensajero, en feroz lucha contra toda clase de adversidades y peligros.

Hablo de Miguel Strogoff, correo del zar, y del inseparable despacho de Moscú que le acompaña hasta los confines de Siberia, ensalzando la lealtad y la nobleza humanas, y emparentando al mensajero con los héroes más granados del Olimpo que cada cual escoge.

Llegados a este punto casi nos sentimos presionados a recomendar, a modo de eslógan, de mantra de autoayuda:

¡Escriba una carta!, ,Escríbale a él, escríbale a ella!

 ¡Aproveche esta herramienta, este eficaz y económico instrumento de terapia!,

 ¡Hable con ella!, como rezaba la película de Almodóvar.

Y dado que toda obra de arte viene siendo una carta de amor escrita a alguien, entre tanto escrito que nos honra, rescato y desempolvo para esta ocasión, por la belleza de ambas, flecha y diana, una carta intemporal, que podría estar firmada en épocas remotas o en  tiempos por venir, y respetuoso la sustraigo de su confortable descanso en el desván donde moran reflexiones, motivaciones y dudas.

Fue redactada por un un ensayista hispano de mediados del siglo XX, un hombre sacudido y abrumado por la insistencia de una llamada, que de día y de noche le abarloaba a una mujer singular que lo era todo para él y que en nada se quedaba,  un hombre fascinado por la posibilidad, por la inminencia de un alumbramiento que habría de trastocar su particular universo, ante la emoción de sentirse de nuevo protagonista de un relevo, de la entrega al mundo de un maravilloso testigo.

“Amado retoño, querida mía, mecenas y cántara de mi alegría:

Te escribo estas líneas cuando tus ojos todavía no han trabajado, 

cuando tu rostro y tus manos y tu delicada piel, y tu larga melena, 

permanecen ocultos en la caverna

prestos a irrumpir con el resto de tu cuerpo en la escena que nos ha contratado.

 

Me dirijo a tí para contarte que te sueño y que te indago, 

y que te busco y que te palpo,

 y que en el vientre de tu madre con mis dedos arabescos trazo, 

sondeando tu escondite, acariciando tu regazo, 

provocándote un poquito, despertando tu letargo.

¡Qué bonito es el encuentro!, ¡qué musical el abrazo!, 

¡todo él anegado de latidos fogosos con los que te anuncias, entre sollozos!.

Allí mismo te dedico mis primeras naderías, 

mis prevenciones y mis cuitas

mis consejos y decires, mis cariñosos silencios.

Allí mismo resuenan y rebotan en esa jaula oronda y tersa 

que tu madre con jadeos custodia y vela.

 Apoyo una mano, y sobre su vientre tiembla,

 y ya las dos criaturas son ahora mi niebla;

 respiro por ellas, a su cuidado me entregan.

Te pienso y te proyecto, y sobre mí recaigo el peso, 

de todo un sinfín de cuidados que con tu madre adjudico y reparto.

Me complace extender este discurso, y al prolongarlo te ideo 

Y allí te veo crecer, y de niña a joven te escolto, siempre allí, a tu costado dispuesto, 

con la sonrisa que me acompaña en este bello cuento, 

con la mirada atenta de mi amada supervisando tus balbuceos, 

con ese capote de gala que lo llena todo de encanto, de azul y albero.

Mientras, espero que llegue la diligencia, esa que nos llevará a todos al abismo, 

en un viaje sin retorno, sin luz, ni pan para la boca, 

ni posada que alivie la congoja, 

ni billete que garantice unos derechos, un viaje a la postre de equipaje desprovisto,

y de recuerdos, agora dispersos y borrosos, entremezclados con recuerdos de otra hora,

de otra gente que dará fe de que estuvimos, como amables testigos.

Temo que te enfades conmigo, dulce mariposa, 

que me reproches esta visita tan corta, 

que no entiendas por ahora que partir debo con apremio 

cuando tu flor aún no es la más envidiada, ni despliega toda su fragancia.

Acoge estas letras, si a tus manos osan llegar temprano, 

si al final pasas de las musas al teatro, 

como si fueran pequeños impactos, latidos arrítmicos y gritos ahogados 

de un otro que te piensa y que te arropa, que orgulloso asume de tu existencia el regalo,

 que proclama, a quien corresponda, cuán egoísta sería que el añoso cerezo marchitarse aconteciera, privándolo de fruto, 

porque entonces tú no vendrías, mi pequeña, a preguntar por las estrellas,

 ni a jugar con los barrotes de la cuna hoy vacía y de pena llena.

Con cada carta, querida sorpresa,

son menos los escombros y las fatigas que sobre mi ánimo pesan.

Con cada camino recorrido los trechos parecen más ligeros y el andar se torna más decidido. 

Y, en la medida en que se estructuran y se encadenan las palabras, 

en que se entrelazan inquietas en la flecha, y se buscan, 

en que un decir se verbaliza y por devenir verdad lucha

así de dóciles se disuelven las cenizas y se limpia la mente de hojarasca.

¡Bienvenida seas, preciosa, risueña, compañera!