A las puertas del infierno

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En su zurrón con forma de cesto lleva las claves de un futuro incierto. Para él, para ella, para todos nosotros.

Parece resuelto a librar una desigual batalla contra el fuego, que le espera sin prisa, que le alfombra sus pasos con traidora bienvenida.

Se diría que se apresta a robar un trozo de roca ardiente y a llevarla a los suyos para descifrar sus secretos, para burlar prohibiciones y límites, para proclamar ante testigos que el miedo no le impide seguir, perseverar, conquistar.

Atrás ha dejado familia, amigos, partidos de pádel, horas de estudio, noches con encanto, olor a libros y a probetas.

Es un científico, un recolector de conocimiento, un percebeiro de las rocas ígneas, un Prometeo encadenado por los dioses a sufrir los ataques del águila en su hígado, y, como aquél, se encuentra sólo, enfrentado a su destino, a robar de nuevo el fuego sagrado, peleado con unos dioses y ayudado por otros.

Gravita en mitad de un descenso, colgado de sus principios/precipicios, anclado a una voluntad de superación a toda prueba, y cargado de adrenalina y transpiración teñidas de miedo procura no mirar al abismo, no quedar embriagado por ese imán de magma ardiendo, por esa versión reducida y circular de las puertas del infierno, que pronuncian su nombre sin descanso, que vomitan sin piedad un aquelarre de Tánatos, que salpican su traje protector con aguijones de muerte, con terrones amarillentos de un azufre más que amargo.

Repite para sus adentros que todos los cuerpos emiten radiación electromagnética, que su intensidad depende de la temperatura y de la longitud de onda,  que la transferencia de calor por radiación relevante es la comprendida en el rango concreto de longitudes de onda, que a temperaturas altas los cuerpos emiten su propia luz, y que el color nos da idea de la temperatura del cuerpo, y sobre todo repite sin descanso que casi todo lo que le rodea, casi todo lo que a él le escruta como a un extraño, tiene colores muy, pero que muy calientes en el espectro del asunto.

Ha estudiado que un cono volcánico puede llenarse de lava pero no necesariamente entrar en erupción. Que el lago de lava al que se dirige no va a durar mucho tiempo, a escala geológica, o bien porque retornará a la cámara magmática una vez que los gases se vayan liberando y con ello la presión disminuya, o bien entrando en erupción en coladas de lava o erupciones de piroclastos.

En su fuero interno reza o reclama ayuda de ámbitos poderosos para que la naturaleza no escoja la segunda opción coincidiendo con su descenso, repasa en su memoria las situaciones de mal fario previas en que se ha visto implicado, por si fuesen numerosas y le llevaran a autoetiquetarse de gafe, masculla jaculatorias de dudoso resultado, y en abierto conflicto con sus principios científicos y sus inferencias deductivas duda si confiar en algún amuleto próximo a sus vínculos infantiles, y es que el escenario entero está lleno de tensión, de peligros reales, fatídicos.

Sabe que un mal paso le condenará al olvido de la noche más fría (¡qué ironía en un filo temporal!, ¡tanto calor allá abajo, tanto frío al otro lado!) que perderá en un descuido para siempre su karma, se borrarán sus recuerdos, se fundirán sus meniscos, sus meninges y sus deseos. En el mejor de los casos, en un tropiezo, tras un fallo, sólo puede aspirar a quedar abrasado, cubierto de llagas en piernas y brazos, aunque vivo para contarlo, vivo como estandarte, vivo como escarmiento.

Mucho antes que nosotros miremos la foto, mucho antes que el fotógrafo registrase la escena, el vulcanólogo, (o ella, pues no se aprecian signos que descubran el sexo del intrépido) ya ha sacado la suya con sus ojos, una muy parecida a ésta que comentamos, y la lleva con él mientras desciende, se agarra a ella como en un chotis macabro, en un baile con la pareja más horrorosa posible.

En su desconfiada y recelosa retina se ha quedado impregnada una visión de remolino maligno, de teselas cambiantes rojizas y amarillas, que semejan gorgonas insaciables por dejarle petrificado, una visión de un esfínter gigante que amenaza tormenta de fuego y guadañas.

Procura mantener la conciencia tan activa, tan ensimismada en lo que hace, que se diría que trabaja con una enorme antorcha interior que ilumina a borbotones y por exceso cada acción, cada movimiento, cada decisión, sin perder concentración, derrochando energía, entregándose a fondo.

Lo hace empapado en un sudor que renueva sus gotas cual manantial inagotable, tal y como una  Hidra de Lerna  prolija renueva sus cabezas al perderlas, y sus 2 metros cuadrados de epitelio  al evaporarse por momentos reducen la mezcla de oxígeno disponible y le dificultan la respiración, convirtiendo la caja torácica en una frágil piltrafa que atrona y pita, y suplica piedad.

La falta de oxígeno y el exceso de mezcla le aprisionan, escucha sus jadeos rebotando en el traje, y percibe claramente sus latidos, galopando, firmándole con sangre sus deseos de huir cuanto antes de un más que probable fatídico desenlace.

Ese fluido propio, que al evaporarse sube hacia el visor del casco y se precipita, nubla su visión, distorsiona lo que ve a través del cristal, y las imágenes que capta se superponen y se mezclan con las que atesora desde hace rato, que se reproducen sin cesar y le martillean las sienes, causando un tormento a duras penas contenido.

Se siente vigilado desde la caldera, se siente deseado con una pasión a sus espadas que le acaricia con 1.000 grados, que le escupe y vocifera vocablos amorosos mezclados con azufre, que le propone una única cópula, una succión completa, un estertor de placer engañoso, de mantis religiosa.

Nuestro héroe desciende hacia su particular Averno sin compañía de animales, reforzando la etimología del término (sin pájaros), pertrechado con traje y casco, conectado con arnés a una zona más protegida fuera del encuadre de la foto, y dispone de un cesto recolector, presumiblemente dotado por su tamaño de escalpelos, tenazas, pirómetros y otros utensilios más o menos útiles para la ocasión.

Mira a la cámara implorando aprobación, apoyo, un escudo extra de solidaridad, o de apego, una oleada refrescante de amor. O quizás nos saluda con una mueca sonriente, invitándonos a acompañarle algo más tarde a la sauna …

Al igual que a un astronauta, sus escudos protectores pretenden aislarle en su viaje de las temperaturas extremas, y también de la falta de oxígeno.

Al igual que en un astronauta, su traje es blanco, y fantaseamos con que ha sido elegido así para una ceremonia imaginaria de entrega, cual novia expectante y virgen ante una cópula desigual, forzada y definitiva, y, claro es, para reflejar y alejar del cuerpo mucho mejor las radiaciones.

Al igual que a un astronauta, lo hemos enviado allí nosotros, a las fronteras de lo conocido, intrigados por lo que hay allí, interesados por lo que pueda traer, temerosos del resultado, dispuestos a financiar el desvarío, prestos a admirar a los valientes, a que suplanten nuestros propios pasos, a que rediman con sus hazañas nuestra aldeana cobardía.

El, quizás ella, ha aceptado este viaje, este experimento, seguramente en nombre propio, pero en realidad lo ha hecho en nombre de la humanidad, impelido por una fuerza que trasciende su existencia, por un instinto prometeico que le da alas contra la gravedad, hielo contra el fuego, audacia contra el miedo, y así una y otra vez hasta el desenlace.

Nuestro novio de la muerte, nuestro portero del infierno, y digo nuestro porque en este rato la foto ha conseguido empáticamente que nos identifiquemos con su misión, que respiremos con dificultad, que nos agarremos al arnés, que deseemos salir de allí, subir a toda prisa, acabar cuanto antes… Nuestro marine de élite, en fin, libra varias batallas en una, pero sobre todo lucha contra el tiempo. Cada segundo cuenta, cada minuto colgado de la sima prolonga la agonía, abona espigas de fatalidad, repiquetea sonidos tristes.

El tiempo es un fiel aliado del infierno que se adivina tras la mancha de lava, y con el tiempo libramos nosotros también una particular batalla, la batalla de la vida, algo así como una réplica en cascada de la misión de la foto, pues en ambas contiendas se reproducen búsquedas, ambiciones, angustias, miedos, urgencias, protecciones, peligros, incertidumbre, soledad, latidos, vida, muerte.

El protagonista, el observador, disponen de poco tiempo para cumplir objetivos, para salir airosos del paseo por el que cada cual transita con mejor o peor fortuna, aunque en el caso de los que aplaudimos la gesta con una cerveza fría en la mano tengamos la torpe sensación de poder disfrutar de más oportunidades, de que la saeta de Cronos no resulta tan amenazante. Y en ese paseo, bien sea matutino en la dorada juventud o vespertino en la madurez pesimista, casi nunca estamos solos.

En lo que concierne al saber, a la Ciencia, al descubrimiento de realidades, a la lectura inquisitiva de la Vida y de la Naturaleza, a la comprensión de lo que somos, de lo que vemos, la presencia de los dioses y de los demonios, nos acompaña desde antaño.

Fieles escuderos del proceso de búsqueda infatigable del ser humano, los dioses han hablado por boca de hechiceros y sacerdotes de todas las culturas, han marcado estrechos caminos de búsqueda, han puesto cercas al campo, nombre a herejías, exiliado a caminantes incómodos, escupido excomuniones, azuzado hogueras purificadoras.

Los ministros religiosos, revestidos de una auctoritas infranqueable, incuestionable, han ido tejiendo sobre nuestras conciencias, en todo lo que atañe a la investigación, al logos, a lo largo de la Historia una tela de araña encorsetada y asfixiante, adornada con amenazas despiadadas como la pérdida de nuestra alma, con el castigo eterno, con la entrada en el infierno si se traspasaban los límites de los hombres, si se transgredían los mandatos, si se osaba comer la manzana.

Siempre preocupados por el control del poder, de todo poder que derivase de un descubrimiento inesperado, imprevisto, de un encuentro con las páginas del saber que pudiese alterar el equilibrio por el que ellos se mantenían arriba, dirigiendo, desde el poder del fuego sagrado en el Neolítico, hasta el poder de la lluvia ácida sobre Hiroshima, pasando por vacunas, medicinas, máquinas, estrellas y protones, raro es el campo científico en el que no hayan puesto sus garras los guardianes de la ortodoxia, los escribas del engaño calculado, los intérpretes de la ley del embudo.

Los dioses, sus lacayos, han justificado desgracias y desastres naturales, epidemias y plagas, castigos y torturas personales en base a los pecados del ser humano por intentar saber más, por ampliar su conocimiento, por explorar límites, desobedeciendo sus doctas instrucciones.

Los dioses, sus lacayos, se han anotado por contra los haberes de la Ciencia, los usos bienhechores, los avances, los saberes, en un proceso de asimilación, de fagocitación del conocimiento adquirido por otros y gracias a otros, en un ejercicio de trituración y ninguneo de escritos y de leyes, de olvido lacerante de opiniones y represiones pasadas.

Con estos mimbres acarreamos el cesto de la foto, tanto el científico de campo de la muestra como los que observamos a cubierto, con una inmaterial pero pesada carga que dificulta más, si cabe, el empeño que nos ocupa, pues embota nuestros prejuicios y convicciones y distrae con fuegos fatuos y cantos de sirena la mente del mensajero, ya de por sí bastante ocupada con los preparativos de la boda.

 

Antonio Crucelaegui blog 2016