Relatos oníricos: la cena

Debí llegar sobre las 9 menos cuarto, y accedí directamente al jardín.

Era la primera vez que me invitaban a aquella casa, en una urbanización de las afueras de la ciudad, y de cuantos asistieron al evento, solo conocía a la anfitriona.

Los recuerdos de aquella cena se agrupan en torno a 3 escenas: el tiroteo en el jardín, la cena en el comedor, y la escena de la cocina, quedando el resto de vivencias como meros apéndices de las citadas.

El tiroteo

En el amplio jardín, apenas iluminado con luz natural pues avanzaba la noche, había 3 hombres, dos de ellos muy serios con pinta de guardaespaldas y traje oscuro y el tercero de sport en actitud relajada unos pasos por delante de aquéllos.

Yo avancé con prudencia hacia ellos, y me encontraría a unos 20 o 25 metros cuando de repente, y portando en su mano derecha una pistola con un silenciador alargado, un cuarto hombre apareció en sigilo y disparó a los guardaespaldas a bocajarro, cayendo ambos al césped, y cuando parecía que estaba a punto de disparar al tercer hombre, éste se revolvió sobre sí mismo como un felino y en un escorzo forzado y con un pequeño revólver que sacó de no se sabe dónde descerrajó dos tiros en el vientre al sorprendido atacante.

Yo contemplé la escena atónito y desencajado, y me torné ansioso y perplejo cuando de la casa fueron llegando otras personas que parecían ajenas por completo al intercambio de disparos que presencié, si bien es verdad que solo uno produjo un ruido audible.

Y hablando de ruidos, qué curioso que hasta el momento no se hubiese pronunciado palabra alguna!!!

No volví a ver a los tres hombres que recibieron balazos, pero el cuarto, el que parecía estar protegido y finalmente se deshizo de su atacante, compartió mantel conmigo en la cena que siguió.

En el comedor

Tras unas breves presentaciones, las 5 mujeres y los 5 varones invitados a la cena nos sentamos siguiendo instrucciones de mi amiga. Flanqueando mis costados, una enfermera del servicio de Pediatría y una empresaria del sector informático, viuda a la sazón.

Frente a mí, una periodista encantada de haberse conocido, que conforme se adentraba la noche se mostró más y más dispuesta a acaparar momentos de gloria a costa de los tiempos que el protocolo y la prudencia acuerdan sugerir a los asistentes a estas fiestas.

Los manjares estaban exquisitos y la cordialidad se adueñó del ambiente.

Atrás quedaron mis preocupaciones por la escena de los disparos, una escena en la que se adivinaba el argumento principal de la velada.

Terminada una primera degustación, la anfitriona, que presidía uno de los lados cortos de la mesa rectangular, dio permiso para repetir. Yo lo estaba deseando, y provisto del plato me dirigí a la mesita de apoyo en la que esperaban las viandas.

Una vez allí recuerdo una especie de forcejeo de cubiertos con una de las comensales que se ofreció a servirme de la fuente y a la que rechacé amablemente en su propuesta.

Al levantarme, el pantalón oscuro que llevaba puesto dejó entrever un pequeño trozo de calcetin blanco asomando en el bolsillo derecho, y me pareció detectar que eso incomodó a la periodista de enfrente, quien miró con gesto de desaprobación al comensal a su izquierda, buscando su complicidad ante mi “impropio” proceder.

Yo me dí cuenta de esas miradas y esos gestos, y comprendí que se estaba produciendo un malentendido, porque lo que pretendía era llevar, en todo caso, algo parecido al pañuelo que sobresale en el bolsillo superior izquierdo de las chaquetas y no recuerdo cómo había podido ir a parar ese calcetín a mi bolsillo, con lo cuidadoso que suelo ser al vestirme.

En todo caso pensé que no era para tanto, que la mirada de reproche estaba injustificada, y que me importaba un bledo la opinión “de la prensa” sobre mi indumentaria.

Las conversaciones, en uno de sus vaivenes habituales en estos lances, desembocaron en un instante dado en comentarios sobre los hermanos Rivera que captaron la atención de todos y unificaron el contenido de las parloterías al uso.

“Casi nadie ha visto rejonear a Fran” dijo uno de los comensales, que presidía de forma eficiente hasta el momento el otro lado de la mesa, que no había aportado datos significativos sobre su vida u ocupaciones, y al que se le podrían adivinar unos 50 años.

“Yo sí”,  dije inocente, “hace muchos años. El debía tener 16 o 17”, continué dudando mientras lo decía si estaría permitido torear a esa edad.

“Tendría 18” zanjó de inmediato el interlocutor, al parecer algo molesto por mi intervención y por la relativa desautorización que significaba con respecto a su afirmación sobre el torero.

“Debes ser uno de los pocos que quedan que le han visto rejonear”.

Esta frase me sonó algo hiriente y agresiva, pues el “de los pocos que quedan” me abocaba sin demora a las puertas del tanatorio.

“Y le viste también en otras suertes …???”
Preguntó con interrogación maliciosa, con un aire como conociendo la respuesta, y aclaró para mantener el suspense: “Se trata de una maestría muy especial que posee este torero”
“Pues no sé” balbucí, sintiéndome obligado a decir algo.

“Me refiero a lo bien que corta los colmillos…”, apuntó con ese aplomo típico de quien se sabe en control de la situación.

Y yo imaginé la escena, cortando los colmillos por la base, como si fuesen de elefante, en efecto hecho notorio donde los haya, y buscando apresuradamente una conexión de este giro inesperado con la comida, tal y como antes la había demandado para los sucesos del jardín.

En la cocina

No recuerdo qué motivo me llevó a la cocina, ni por qué coincidí allí con la mujer periodista, Adela, Adelia, o algo parecido, pero sí que me ayudó a servirme de una gran fuente de porcelana en la que se alojaba un enorme pollo asado, entero, crujiente y rodeado de patatas al horno en su punto.

Para trincharlo, recuerdo que buscamos un cuchillo apropiado, un cebollero. El cuchillo no aparecía. Ambos rebuscamos por todos los sitios a la vista. Ella dijo muy resoluta: “Bueno, si no encontramos el cuchillo de trinchar, usamos este utensilio a modo de cuchillo”, y mientras decía esto yo me quedé sorprendido ante la audacia que suponía utilizar un cucharón para trocear el pollo.

Unos instantes después, casi por casualidad, di con un cuchillo serrado semiescondido, ya que su hoja quedaba perfectamente oculta en una ranura de madera hecha a medida.

Cuando procedí a cortar, la fuente del pollo, ya no era de porcelana, sino de cristal, aunque mantenía su tamaño, y el pollo se había convertido en una especie de tarta homogénea y compacta, aunque blanda, amarillenta, y con un espesor que se reducía progresivamente, con lo que el corte con el cuchillo se dificultaba.

Aunque realicé varios intentos de corte, la frágil consistencia de la tarta hacía que el cuchillo la arrastrase plegándose hacia mí, como si fuese gomosa.

La periodista se ofreció a ayudarme y con ayuda de su mano sujetando la tarta para que no se plegase, conseguimos cortarla.

A continuación apareció manejando un gran recipiente transparente, muy pesado, como una cubitera, aunque a mí me pareció más bien un columbario de un tamaño dos o tres veces superior al normal, lleno de agua con cubitos de hielo.

Después hizo un gesto como de estar buscando otra cosa, se giró con la cabeza mirando para otro lado en actitud displicente y me acercó la cubitera, para que la cogiera,  sin prestar atención y soltándola enseguida, como si me dijese “deshazte de esto”.

Yo cojí el recipiente con dificultad, con las dos manos, pensando para mí “menuda pieza es ésta” y lo deposité con cuidado, para que no la mellase, ni se vertiese su contenido, sobre una mesa rústica de trabajo rematada en las cuatro esquinas con metal protector.

Al regresar al salón comedor, la anfitriona no se encontraba allí (sentí fugazmente un reproche hacia ella por haberme dejado a solas en la cocina con semejante espécimen), y los presentes deliberaban como si tal cosa sobre los pasos a seguir tras lo que podrían haber sido asesinatos y un intento frustrado de asesinato, con lo que volvíamos a la casilla de salida, en la que la gente disfruta matándose a tiros ante mis ojos y aparentemente no sucede nada…