Vía Ferrata

 

Va provisto de guantes de medio dedo reforzados que protegen sus manos de la abrasión de la roca y del metal, cómplices silentes ambos de una escalada en la que necesitará agarrarse a ellos, asirlos con firmeza y establecer alianzas renovadas de contacto cada pocos segundos.

Los dedos descubiertos facilitan el trabajo con los mosquetones y la transpiración, en un día tan soleado y calmo como el que nos ocupa, aunque es previsible que las yemas terminen el día con las huellas dactilares difuminadas, casi borradas, no sabemos si porque de forma intencionada el escalador busca con todo esto una transformación interior, y se producen cambios físicos, o bien el desgaste ha sido fruto simplemente de un roce continuo con texturas hostiles a la piel, como las rocas calcáreas, por ejemplo.

Estos cambios en la persona renovada que bajará de la montaña, de ser ciertos, tendrán consecuencias acordes con la profundidad, con la intensidad de dichos cambios, pero nos estamos yendo por las ramas, en una zona en la que no se ven muchos árboles a mano.

Lleva en su equipo un disipador de energía, sujeto al arnés, presto a actuar como protector absorbiendo la energía cinética de su cuerpo en movimiento brusco, en previsión de que un descuido inoportuno, o un agotamiento extremo separasen al interesado de la ruta convenida, de los apoyos de pies y manos, y se enfrentase a la consiguiente caída.

Nuestro arriesgado trepador no parece gallego, en sentido figurado, pues asciende, no nos cabe duda, por esa escalera imposible en curiosa disposición helicoidal, sabiamente escogida pues permite una mayor resistencia, y en la que cada peldaño metálico tiene asegurado un lugar de privilegio en la memoria, tan concentrados como están los sentidos en cada detalle de esta ascensión.

Cada escalón es una vida posible, una elección, un mensajero del tiempo, por su carácter irreversible, ya que tras apoyarse en él no hay vuelta atrás, y su posición en el vacío gira sobre la del peldaño anterior en un acompasado ballet de pisadas salpicado de sudor, peligro y adrenalina.

Diríamos a simple vista que el que asciende se encuentra lejos de su zona de confort, situada tal vez en algún valle cercano, o en la gran ciudad, que está lejos de sus lazos afectivos más genuinos, y lejos visual y anímicamente de una soñada compañera, que quizás le está sacando la foto, o quizás le está sacando de su vida, de su encuadre, enmarcando la instantánea, dejándole colgado, al albur, dueño, eso sí, de sus propios sueños y tal vez de una efímera gloria que le aguarda al coronar la ascensión.

El silencio exterior se escucha con insistencia. Nada en el verde paisaje, en la piedra desnuda o en el inmenso cielo turba la escena. Tan solo los miedos, las inseguridades, las desconfianzas y los recuerdos pueden alterar esa calma tensa, ese jadeo intermitente.

Si hubiese que identificar amenazas, el peor enemigo, el más corrosivo, lo lleva consigo, en su cabeza, y no es el miedo, de seguro, aunque su rostro oculto nos impida ver si le acompañan los rictus delatores o si se presagian luchas internas.

El esfuerzo se presupone, como el valor, ambos están presentes en esta escena veraniega. La acción, el equilibrio, el reto, se esquematizan en ese instante captado por la cámara. Un instante en un camino, en una vía Ferrata entre montañas.

La escalera, los tendones, los bíceps, la mandíbula, hasta el casco está en tensión, y el aire ni osa moverse, tan concentrado está el universo en lo que significa ese instante.

La posición de los brazos extendidos, rodeando levemente  a los obenques de la escalera, y muy próximos a ésta, en lugar de asir con las manos los peldaños y a base de bíceps dejar caer la espalda, delata una preocupación por la respuesta de la muñeca, probablemente lesionada, o con roces dolorosos en el escafoides que han debido provocar algún susto en las etapas previas de la escalada.

La mochila debe acarrear algún tentempié y agua, una pequeña navaja multiuso, y ese tipo de cosas, de poco peso, en definitiva, como corresponde al tipo de gesta que orienta a su portador.

La historia reciente de esa mochila, situada por ahora en el foco de la escena, puede aproximarnos a una metáfora de la vida rica en interpretaciones.

Para llegar a este punto, con una carga tan liviana, atrás quedaron pesos y pesares: las discusiones, los reproches, los desencuentros, el decir ya te lo dije, o ya lo sabía, el callar y desentenderse cuando el otro sufre, el no salir en su defensa, el arrojarle a los caballos, el egoísmo en el disfrute, la cobardía, la prepotencia, el apego a la adulación, el déficit de seguridad, el pavor al qué dirán y la importancia de la imagen, el dominio de la ley del vir y el temor a su abandono, el sentir que te querían, las manipulaciones, los engaños, las promesas sin aval ni futuro, los puñales venecianos, los viajes sin maletas ni destino, los venenos dulces de las noches sin fin, los cócteles de hormonas, las miradas perdidas hacia el bosque, las ilusiones marchitas, las mallas, los encajes, las velas, las protecciones, la prueba matinal, los pedestales y admiraciones mutuas, los títulos y los congresos, las decepciones !!!

 ! Son tantas las formas de consumir el tiempo en nuestras vidas llenando mochilas !; !Causamos tantas cifosis en nuestra psique por llevar pesos inadecuados!.

Aún así la naturaleza nos brinda ocasiones para ascender dejando atrás nuestras miserias. Existe un punto de superación, de renovación, en estos procesos de cabalgar a lomos de montañas, de acercarse a un cielo imaginario, de buscar una paz embriagadora y fértil.

Allí arriba solo se puede ascender sin accesorios, sin remordimientos ni ataduras, con lo imprescindible, con lo estrictamente necesario.

No estorban en la subida ni el amor (más puro y desprendido cuanto más puro sea el prana que se inspira junto a la escalera), ni el deseo más ardiente, sublimado en ese esfuerzo que antes se reconoció.

El deseo actúa como poderoso motor, con la fuerza equivalente de numerosos caballos. El amor se torna en combustible inagotable para subir, para bajar, para vivir. El deseo se anuda a la escalera, se enrosca y serpentea con ella, se resuelve y disuelve en la cima, y renace vigoroso y pujante cuando vuelve a verla, a ella.

Por lo demás este hombre afronta solo esta experiencia, y hay quien sospecha que habrá un antes y un después de esta subida, de esta su vida.

¿Sabrá este hombre que esos peldaños conforman un helicoide recto, un símil del ADN celular, y que la superficie generada por los eslabones en posición NO es desarrollable?

¿Podemos imaginar por unos instantes el impacto, el sufrimiento que deberá soportar nuestro hombre si de repente cae en la cuenta de que su motor, su gasolina, y su mochila ligera le sirven para llegar muy alto, pero a costa de pagar  un precio excesivo por lo que viene siendo un triste abono de soledad cuando creía estar invitado a un concierto maravilloso de emociones compartidas?

Se tardan meses, años, decenios, en descubrir cómo se desarrolla una superficie no desarrollable, cómo encajan el amor y el deseo en la espiral de la vida, en el viaje hacia adelante más prodigioso.

Estoy convencido de que cada vía Ferrata atesora un mensaje oculto para cuantos se acercan a sus senderos en disposición de asimilar, de percibir con humildad. Muy pocos afortunados descifrarán ese código, otrora vinculado a una felicidad genuina, inasible, fecunda, a la que solo se llega superando múltiples apariencias y dificultades.

Desde luego no parece fácil.